Carles L. Cerezuela
Esta semana han llegado las notificaciones
de despido en el Banco de Valencia. Más de un centenar de emplead@s han sido
despedidos.
Todos tenían miedo. Un miedo que les
paralizaba. Sus jefes les metieron en una balsa de supervivencia. En una patera
laboral en la que necesariamente alguién se ahogaría. Han traficado con su
miedo.
Esta semana le llegaron las cartas y yo vi
despedid@s donde había despidos. Por primera vez no solamente puse nombre y
apellidos sino vidas tras una lista de despidos. Mujeres embarazadas, parejas
jóvenes que son despedidos los dos, hombres con una edad que difícilmente les
permitirá encontrar otro trabajo, personas de mi generación con 18 años de
servicio a la entidad. Dramas personales, historias de vida que pagan una
factura de un producto que nunca pidieron.
Mientras tanto sus jefes, los que les
obligaron a colocar las subordinadas por la supervivencia de la entidad, los
que decidieron asumir el aval de Jaume Matas, los que entraron a financiar el
nuevo Mestalla, los que ofrecían financiación integral a los promotores sin que
ellos pusieran un euro, esos están en casa tranquilamente, con indemnizaciones
millonarias o inmersos en un proceso judicial que seguramente acabará en vía
muerta porque pueden pagarse muy buenos abogados.
No les digo nada nuevo. Es la metáfora de
una sociedad enferma. Si no encontramos a los responsables y los machacamos,
las siguientes generaciones de jefes tóxicos entenderán que nunca pasa nada.
Debemos castigarles. Y debemos ir nosotros, los pequeños, olvidándonos del
miedo que han conseguido meternos en el cuerpo. Obedecer siempre no consigue
nada. Desobedecer siempre tampoco. Se trata de pensar un poco, saber cuándo y
cómo. Pero no podemos quedarnos mirando.
Pero ahora sobre todo, hay que construir una
esperanza para cada despedido y despedida. Necesitamos alternativas serias,
posibles e inmediatas. Y sobre eso debe reflexionar la izquierda. Abandonar la
protesta y empezar a generar ilusión.
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