Emma Sopeña Los cazadores han solicitado al Gobierno de la Generalitat, que ha sucumbido a sus demandas, la declaración de la caza como actividad esencial en la Comunidad Valenciana. Alegan que se pueda actuar contra lo que consideran superpoblación de fauna salvaje (conejos, jabalíes y cabras montesas), aunque no existan pruebas de ello.
El Real Decreto del Estado de Alarma motivó la suspensión de la mayoría de actividades, pero la Dirección General de Medio Natural y de Evaluación Ambiental resolvió mantener activos determinados controles de fauna cinegética. Actualmente no existían restricciones para la actividad cinegética con excepción del toque de queda y los cierres perimetrales. Pero incluso esto les incomodaba y han conseguido que les permitan cazar, también por la noche. A pesar de la ausencia de datos siguen insistiendo en el argumento de la “superpoblación” que avala la matanza.
Falso. Cientos de miles de animales, sólo en la Comunitat, según datos del Ministerio, son criados en granjas cinegéticas y lanzados al monte para servir de divertimento a los cazadores. ¿Cómo es posible que tengan que criar y soltar animales para cazar si sobran tantos? ¿Y qué pasa con los que no son cazados? Que se reproducen en el monte. Ya tienen excusa para justificar la “necesidad” perentoria de seguir cazando para solucionar un supuesto problema que los mismos cazadores han creado.
Lo cierto es que esta forma violenta de entretenimiento y diversión provoca gran sufrimiento en millones de animales, que perecen lenta y dolorosamente. Porque si realmente se tratase de controlar la incursión de animales en zonas no deseadas, se buscarían alternativas no letales.
Pero ¿qué es la caza? Los humanos la han practicado como medio de subsistencia desde la prehistoria. Pero en pleno siglo XXI estamos hablando de un fin recreativo, de un divertimento, una actividad de ocio que tiene lugar en entornos que favorecen la existencia de especies para la diversión de unos pocos, para el regocijo de disparar sobre un ser vivo y fulminarlo.
¿Hablamos del impacto ambiental? Es indudable, por mucho que los cazadores quieran negarlo, que la caza implica una agresión al ecosistema, agresión muchas veces silenciada. Existen numerosas modalidades perniciosas como el parany, que tanto se empeñan en disfrazar para legalizar (trampa para pájaros con cinta adhesiva) o la caza de perdiz con reclamo. Por no hablar de las sueltas de especies como el jabalí y el ciervo y de la colocación de comederos, alterando el frágil equilibrio de los ecosistemas.
¿Hablamos de la contaminación por plomo? ¿De los accidentes provocados por las armas de fuego? Debe de haber muchos cazadores que no tienen la destreza requerida o no respetan las distancias de seguridad.
¿Hablamos del perjuicio que la caza produce en otras actividades de ocio y turismo al poner en peligro a las personas? ¿De la imposibilidad de practicar modalidades deportivas en tantas zonas, como el senderismo o el cicloturismo?
Es necesario detener las actuaciones que van contra el equilibrio ambiental, si es que las hay, estableciendo medidas de control. Matar además con todas las ventajas de poseer un arma es sádico, cruel, destructivo, y contribuye de forma decisiva al deterioro de la biodiversidad.
La caza no respeta los más elementales principios del bienestar animal, ni siquiera con los que utilizan en su divertimento: los perros, maltratados para enfurecerlos y desechados como un trasto viejo cuando ya no son “de utilidad” para la caza.
Urge una reflexión profunda que no contemple solamente los deseos de apenas un 3% de la población. Las generaciones futuras tienen derecho a disfrutar de la sostenibilidad de los ecosistemas y todos los animales tienen derecho a ser respetados.
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