Anciana haciendo bollos para repartir entre sus vecinos en Irpin. /FERNANDO DARDER
FERNANDO DARDER
FERNANDO DARDER
FERNANDO DARDER Se respira una calma tensa desde que crucé la frontera y me adentré en la incertidumbre de Ucrania. Llevo muchos años trabajando como corresponsal de guerra y como cooperante internacional y no deja de impactarme cómo la gente sobrelleva estas circunstancias. Los rostros de las personas que me cruzo están desencajados, es lógico. Cruzo el país con dirección a Kiev y me encuentro con que no hay gasolina en ningún sitio. Los pocos lugares donde se encuentra la tienen muy limitada, tienes que hacer horas de cola para conseguir unos pocos litros, o es de contrabando y debes tratar con gente peligrosa. No tengo más opción que recurrir al contrabando. Once horas de viaje para llegar a Bucha e Irpin, sabiendo de antemano que son lugares muy castigados. Como voy a llegar de noche, decido reservar una habitación en un hotel de la zona. Al llegar, el GPS me manda por calles que ya no existen: es una ciudad fantasma, y la mayoría de calles están cortadas por edificios derrumbados. Finalmente llego a la dirección que indica el GPS, pero allí no hay nada más que una montaña de escombros de lo que, al parecer, fue un hotel. Suspiro agobiado porque no sé dónde acabaré esta noche, pero aliviado porque esto no ocurrió estando yo durmiendo aquí.
El lugar más cercano con posibilidades de encontrar un lugar para dormir es la propia ciudad de Kiev. Al llegar, un puesto militar cierra el paso. No tengo más remedio que detenerme y unos focos de luz me deslumbran, sólo atisbo a ver un montón de militares armados hasta las cejas con cara de pocos amigos. Al parecer el toque de queda era a las nueve de la noche, son casi las once. Parece que no habrá más remedio que pasar la noche como tantas otras veces en mi vida, apostado en ese puesto armado, acurrucado donde no moleste a los militares, en mi viejo saco de dormir. Pero me parece injusto, puesto que llevamos desde el inicio de la guerra trabajando para ayudar al pueblo ucraniano en esta terrible situación, enviando ayuda humanitaria. Así que sin pensarlo demasiado, me enfrento a ellos para que me dejen pasar, indignado por el trato siendo de una ONG y de prensa. Trago saliva al ver que su gesto se endurece y uno de ellos agarra el fusil con fuerza apretando los dientes, pero finalmente alguien da la orden y me abren el paso. No puedo dejar de pensar en el caos que hay, en la gente que aún queda aquí, que tiene la mirada perdida y el gesto desesperanzado. Llevo dos días sin comer en condiciones y me doy cuenta de lo importantes que han sido todos los cargamentos de ayuda humanitaria que hemos enviado. Como decía antes, la calma tensa lo inunda todo, hasta que deja de haber calma para dar paso solamente a la tensión. Y mientras escribo estas letras dos explosiones suenan relativamente cerca. Al fin y al cabo, esto es la guerra.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia