Rafael Escrig.
Mi nieto de catorce meses se
esforzaba en el súper intentando levantar dos envases de seis
botellas de agua, uno en cada mano. Evidentemente no lo consiguió,
los dejó y sin inmutarse cogió dos paquetes de papas que metió en
el carro de la compra diciendo ta, ta, ta, ta, ta, ta y después se
fue a coger las botellas de gel de baño. Unos días después,
recordando la escena, me puse a pensar que a veces nos obstinamos en
algo que nos supera y como el empeño, en muchos casos va unido al
pundonor, no nos apeamos de él por nada del mundo. Está bien tener
una ilusión, incluso es bueno ponerse metas y apuntar lejos pero, al
mismo tiempo, hemos de reconocer nuestras limitaciones. Mi nieto se
dio cuenta enseguida, nosotros a veces tardamos toda una vida en
enterarnos. ¿Qué ocurre cuando no conseguimos aquello que ciframos
como lo más importante? Esa mujer o ese hombre que suponíamos
perfecto, ese trabajo tan bueno, esa casa tan bien orientada, ese
viaje. La frustración es lo de menos, lo peor es el peligro de creer
que ya no existe nada más en el mundo. Creo que a veces es mucho más
saludable ponernos metas más cortas. Soñar es bueno, pero hacerlo
en la cama es lo ideal, si te caes, solo es medio metro.
Mi mujer y yo teníamos un
plan desde hacía varios años. Tenía sus complicaciones, pero era
nuestro proyecto y, como siempre dije yo: el primer paso para hacer
algo es pensarlo, y nosotros lo teníamos pensado y bien pensado. Ese
plan era ir en autocaravana hasta Laponia, recoger las impresiones
del viaje que iba a durar varios meses y venderlas a un periódico o
una revista de viajes. Un buen día, cuando la idea ya estaba
bastante adelantada, vimos por Google Hearth unas imágenes de
Rovaniemi que nos decepcionaron. La ciudad de Rovaniemi era nuestra
meta y aquello que nosotros veíamos en la pantalla eran unas calles
con casas de cuatro plantas parecidas a las de aquí, con idénticas
señales de tráfico en las calles, con tristes abedules plantados en
las aceras, con marquesinas de autobús, con una tienda de H &
M y con anuncios de Kebab. Tan insulso y anodino era todo que nos
miramos a la cara sin decir una palabra y el plan desapareció de
nuestra nube como una pompa de jabón, hizo pluff. Desestimado el
proyecto que nos tuvo enganchados varios años, fuimos a lo más
realista, algo que podíamos abarcar sin complicaciones y este año
nos fuimos a Málaga, una bonita ciudad con clima y vegetación cuasi
tropical, llena de ambiente, de parques y bonitas calles, con espetos
de sardinas en la playa. Ni punto de comparación. En la próxima
ocasión, antes de embarcarme en largas aventuras, recordaré a mi
nieto que no le costó nada dejar las pesadas botellas y coger dos
paquetes de papas.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia