Susana Gisbert. El otro día fui al cine con mi hija. Acababa ella los exámenes y
encontré un hueco para disfrutar de una tarde de cine como Dios
manda, con palomitas y todo. Que no nos falte de nada.
La verdad es que más que cine debí decir multicine, porque cines de
una única sala de los de toda la vida no quedan apenas, y ninguno de
estreno, que yo sepa. Pero hay que acoplarse a los tiempos, y por eso
no me quejo de que hayamos adoptado la moda americana de palomitas y
refresco en vez del turrón de Viena que me zampaba de niña con el
botellín de Mirinda. Moderna que es una.
Pero las cosas tienen un límite. Y una cosa es amoldarse a los
tiempos y otro acordarse de todo lo que se menea en algunas
ocasiones. Y eso es lo que me pasó esa tarde.
Compramos nuestras palomitas, en la cantidad que quiso la empleada
que me los sirvió que me explicó muy amablemente que un cucurucho
pequeño y un refresco me salía más caro que uno grande porque así
era la oferta, así que acepté su sugerencia y mi hija y yo nos
obsequiamos con un recipiente de cartón de un tamaño considerable,
pero del que amenazan con salirse las palomitas si no lo manteníamos
en grácil equilibrio y sin apretar, porque en otro caso el cartón
se deforma y su contenido se desparrama igualmente. En la otra mano,
el refresco, también del tamaño sugerido por la empleada, en vaso
de cartón y con tapa de plástico con agujerito para la
imprescindible pajita.
Así las cosas, fuimos a buscar nuestra sala de proyección. Como
ando siempre como pollo sin cabeza, llegamos con el tiempo justo, y
la amable taquillera nos dio las entradas numeradas donde a ella le
pareció que se vería mejor la película. Curioso lo de las entradas
numeradas cuando apenas éramos cuatro gatos en la sala pero, eso sí,
apretados como piojos en costura porque a todos nos vendió las
localidades con la mejor visibilidad a su criterio.
Pero eso lo descubrí al llegar a mi butaca, que no fue poca cosa.
Con el cartón de palomitas en equilibrio inestable en una mano, el
vaso de cartón con el refresco en la otra y la luz apagada, no es
fácil encontrar el asiento. Y entonces fue cuando comencé a echar
en falta a aquel acomodador de mi infancia, el que con su linterna y
con su amabilidad me mostraba cuál era mi asiento a cambio de una
propinilla. Que le hubiera dado gustosa si hubiera estado allí, en
el supuesto caso de que hubiera tenido una tercera mano con la que
encontrar una moneda.
Pero como tenemos teléfono móvil, pues todo parece estar
solucionado. Basta con sacarlo del bolso con la cuarta mano mientras
la tercera sostiene las entradas para comprobar, y listo. Se pone la
función linterna con alguno de los dedos de una de las cuatro manos,
y se llega a la silla ansiada. Coser y cantar, oiga.
Y todo esto por no hablar de quitarse el abrigo, que ya hace rasca en
la calle, colocárselo encima de las piernas y acomodar el bolso en
el suelo, justo pegado al cartón de palomitas haciéndole de tope.
Porque como los cuatro gatos estamos apiñados unos al lado de otros
por la elección de las localidades hecha por la taquillera,
imposible ponerlo en el asiento de al lado, a pesar de la cantidad de
butacas vacías que hay en el resto de la sala.
Peripecias de una tarde de cine que, pese a todo, valió la pena por
la película y por la compañía.
Pero eso sí, aprovecho estas líneas para reinvindicar a los
acomodadores. Porque no era yo sola la que atravesaba tales problemas
por alcanzar su asiento. Y al precio que cobran las entradas, ya
podrían.
Y si no, a ver si la evolución de la especie humana nos lleva a
desarrollar una tercera y una cuarta mano para poder ir al cine.
Igual ésa es la solución. O no
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