Si
gastas cuatro e ingresas cinco la empresa es viable, pero si al cabo
de un tiempo pasas a gastar seis y sigues ingresando cinco los
números ya no salen. Es lo que está sucediendo en miles de
explotaciones agrarias, la causa por la que cada vez la edad media de
los agricultores y ganaderos está más envejecida, no hay relevo
generacional y crece la mancha marrón de los campos dejados de
cultivar.
El
cultivo más implantado de la agricultura valenciana, los cítricos,
son un ejemplo paradigmático. Hace unos días conocimos un nuevo
estudio, titulado ‘La citricultura valenciana, la evolución de sus
costes de producción e insumos que los determinan’ y publicado por
María Ángeles Fernández-Zamudio del Instituto Valenciano de
Investigaciones Agrarias (IVIA), que pone negro sobre blanco la
brutal escalada de los gastos de los cítricos mientras los precios
en origen de las variedades mayoritarias apenas han variado.
En
resumidas cuentas, los costes totales que acarrea la producción en
una hectárea de naranja ascienden a 6.826 euros, un 15% más que
hace una década y hasta un 70% más que en 1992, es decir, un
periodo cercano a los 30 años. Similar resultado cosecha la
mandarina: el coste por hectárea alcanza los 7.589 euros, un 16% más
respecto a 2010 y un 69% más que en 1992. El limón se lleva la
palma al incrementar los costes un 25% en 10 años y un 74% en 30
años, alcanzando los 6.890 euros por hectárea.
Este
informe se suma a otro reciente en el que también colaboró la
propia María Ángeles Fernández-Zamudio, junto a los investigadores
Pedro Caballero (IVIA) y María Dolores de Miguel (Universidad
Politécnica de Cartagena), según el cual cuantificaron los costes
medios de producción en 0,23 euros por kilo (€/kg) en el caso de
la naranja (variedades navelina y lanelate), 0,28 €/kg en la
mandarina (clementinas) y 0,20 €/kg en el limón (fino y verna).
Pero
volvamos al nuevo estudio. En todos estos años la mano de obra ha
continuado siendo el insumo que mayor porcentaje representa de los
costes totales (según la especie, supone entre el 21 y el 25%). La
creciente mecanización del sector debería haber contribuido a
rebajar esa cuota; sin embargo, entre los elevados salarios que tiene
la citricultura valenciana –los mayores de todas las zonas
productoras de España– y entre las cada vez más exigentes –e
inspeccionadas– normativas laborales, los costes en mano de obra no
han parado de crecer.
Lo
mismo se puede decir del riego. Después de tanta modernización, de
tanto riego por goteo y de tanta eficiencia energética, los costes
hídricos son los que más se han encarecido y ya comportan el 20%
del total, el 25% si añadimos la amortización de las instalaciones.
Aún recuerdo cuando el Gobierno argumentó que suprimía las tarifas
especiales de riego para fomentar la competencia del mercado
eléctrico y abaratar los precios. A partir del 1 de junio van a
entrar en vigor cambios tarifarios que, digan lo que digan los
políticos, supondrán una nueva vuelta de tuerca: atención a las
entidades de riego porque con solo 15 minutos de uso inadecuado de la
potencia contratada pagarán recargo por exceso y, si es reiterado,
los costes podrán elevarse a miles de euros.
Sorprende,
en cambio, el mantenimiento en un 15% sobre el cómputo global de los
costes que el estudio dedica al capítulo de los productos
fitosanitarios. La supresión de dos terceras partes de las materias
activas autorizadas hace apenas una década ha dejado a los
productores sin aquellas sustancias más eficaces y baratas. Por el
contrario, lo poco que tienen a su disposición son productos más
caros y menos eficaces, de manera que se ven obligados a multiplicar
el número de tratamientos si quieren tratar de evitar que las
plagas y enfermedades destruyan sus cosechas. Así y todo, a veces no
lo consiguen (véase el Cotonet de Sudáfrica) y sufren graves
pérdidas de ingresos por la merma de cosechas comercializadas.
Podríamos
estar hablando horas sobre costes de producción que en estos últimos
30 años se han disparado. Hasta cierto punto es normal que así sea,
porque el precio de la vida suele ir arriba en las sociedades que
aspiran a mejorar. No obstante, como decía al principio, en la
mayoría de las variedades citrícolas, sobre todo la naranja
Navelina y la mandarina Clemenules, las cotizaciones a pie de campo
prácticamente han seguido siendo las mismas en todo este tiempo. Y
así, lógicamente, los números salen rojos, por muy verdes que los
políticos quieran barnizar al sector.
Si
alto resulta el coste medio de producción de los cítricos, altísimo
está siendo el coste económico, social y medioambiental que está
pagando el citricultor –y el conjunto de la sociedad, no lo
olvidemos– por los desequilibrios que imperan dentro de la cadena
alimentaria. Es evidente que la actual reforma de la Ley de la Cadena
debería incluir un registro de los contratos y una referencia de
costes y precios, establecidos por un organismo público y basados en
estudios como este último del IVIA. Pero el alcance de la normativa
será limitado si, al mismo tiempo, la clase política no actúa
sobre las importaciones agrarias de países terceros.
No
estamos contra el libre mercado ni contra la apertura comercial. De
hecho, la agricultura valenciana fue pionera en exportar sus naranjas
a medio mundo. Lo que consideramos inmoral y suicida es la entrada
desregulada al mercado europeo de envíos foráneos que sustituyen la
producción local, en lugar de complementarla, sin una mínima
reciprocidad fitosanitaria, ambiental, social ni laboral y, para más
inri, sin la adecuada vigilancia de plagas y enfermedades que ponen
en peligro nuestros cultivos. Las grandes cadenas de distribución
saben que el criterio mayoritario de compra es el precio, por lo que
si una coloca en su lineal una mandarina de Marruecos o una naranja
de Egipto a un precio más barato que en España, las demás le
seguirán.
Ahora
que la estrategia ‘De la Granja a la Mesa’ cumple un año, es
bueno recordar que poco lucharemos contra el cambio climático si la
Unión Europea no revisa los acuerdos comerciales con países
terceros que fomentan la competencia desleal y generan muchísima más
contaminación. Así no sé cómo llegaremos a la Agenda 2030 o a la
España 2050, pero no pinta nada bien, al contrario, pinta muy mal.