Carmen Martínez Ramírez /EPDA
Este
8 de marzo volvemos a las calles para conmemorar el día
internacional de las mujeres, reconocer los avances que el movimiento
feminista ha logrado y para recordar los retos que todavía nos
quedan. Y entre ellos, uno de los más importantes, es la lucha por
conquistar la legitimidad de nuestro discurso.
Durante
siglos las voces femeninas han estado silenciadas. Nuestras historias
no han sido contadas y nuestros logros no se han valorado. La
genealogía vital de las mujeres solo ha permanecido en el archivo
oral de las pequeñas comunidades que hemos ido construyendo a lo
largo del tiempo entre generaciones, y que en el siglo XXI hemos
decidido llamar “sororidad”. Este silencio ha sido un mecanismo
de control, porque todos y todas sabemos que lo que no se nombra, no
existe, y quien no tiene voz, no cuenta. Por lo tanto, podemos
deducir que el lenguaje es poder.
La
legitimidad de la palabra sigue pesando en el lado de la balanza
masculina, y no se trata solamente de las situaciones de mansplaining
que todas soportamos casi a diario, sino que el discurso de los
hombres goza, de serie, de mayor legitimidad. Ellos han crecido dando
por hecho que sus opiniones deben ser tenidas en cuenta, en cambio,
las mujeres nos hemos socializado desde la sumisión de la palabra.
Nosotras, históricamente hemos callado, hemos escuchado y nos hemos
invisibilizado; y cuando nos hemos rebelado, hemos tenido que luchar
contra la complacencia o la estigmatización. El sistema ha castigado
históricamente a aquellas mujeres que han decidido alzar la voz con
muchas formas de violencia, una de ellas, quizás la más sutil, ha
sido el silencio.
En
este contexto quiero recordar la figura de Federica Montseny, la
primera mujer en España y en toda Europa en ocupar un ministerio.
Frederica recorría la geografía española subiéndose a una tribuna
y hablando, trasladando una autoridad a la que el mundo, en 1932, no
estaba acostumbrado. Ella era “la mujer que habla”. Muchas otras
fueron acompañándola en aquella España republicana en esa inusual
costumbre de expresar su opinión: Victoria Kent, Clara Campoamor,
María Zambrano…todas hablaban y a todas silenció el franquismo.
Ahora, casi 100 años después, las mordazas que nos intentan acallar
son otras, indiscutiblemente más tenues, pero no necesariamente
menos efectivas.
Las
mujeres del siglo XXI tenemos voz, pero no se nos presume autoridad.
Nuestra palabra se relaciona con la sensibilidad, la emoción, y la
de ellos con la razón. Tenemos que seguir conquistando espacios de
poder que nos permitan ejercer el control sobre la palabra, porque de
nuestra capacidad para contar nuestra verdad y que esta sea
escuchada, dependerá el devenir de nuestra historia.
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