Juan Vicente YagoPoco antes de morir, Prince volvió a la primera línea del
pop. Llegó con dos discos, uno en
cada bolsillazo de la casaca siglo XVIII que solía vestir desde aquel Purple rain
de los años ochenta. Volvió, como volvieron otras viejas glorias, a tapar con
sus excedentes de talento las bochornosas calvas artísticas del siglo XXI.
Regresaban los veteranos a cargar
sobre su espalda las torpezas de sus hijos. Hacían falta retornos inverosímiles
para demostrar a las nuevas generaciones que la música es algo más que focos,
escenario, atuendo y alardes vocales. A estos viejos músicos les ocurrió como a
los abuelos de familia: no podían soportar que sus herederos dejaran lo
sustancial por lo adyacente, lo principal por lo secundario; que descuidaran su
paternidad en aras de un alargamiento ficticio de la juventud.
Los adultos actuales,
como el pop contemporáneo, padecen
infantilismo. La música y la familia pierden octanos; y los abuelos, viendo los
peligros de semejante coyuntura —la muerte de la calidad y la desintegración
social—, acudieron al rescate valiéndose de los métodos tradicionales. Con el
futuro no se juega, y la buena comida esperando en un hogar no falla, como
tampoco falla la buena música envuelta en la estética resultona de los
hipercreativos ochenta.
Regresó Prince con su virtuosismo y su casaca; y volvió
la yaya con su puchero y su compañía. Volvió algo porque había poco; vuelve
todo porque no hay nada. Prince, como una clueca musical, reapareció para cobijar
bajo las alas de su casacón al pop
decadente y repetitivo, al pop
desfallecido e incapaz de mediar con decoro el segundo decenio del nuevo siglo.
Los abuelos acudieron a salvar los muebles de sus vástagos musicales o
biológicos; prolongaron su época esperando que los responsables de la siguiente
pudiesen hallar la madurez y el talento perdidos.
Prince guardaba en su casaca la esencia del pop auténtico, el resorte para fascinar
masas, el secreto del éxito, y tuvo que retrasar su jubilación —como David
Bowie, como U2, como los Rolling Stones— porque no veía continuadores dignos de
su legado. No era nostalgia de lo pretérito, ni miedo a finalizar su carrera:
era puro sentido de la responsabilidad, esfuerzo adicional, favor que le hizo a
la vaciedad y la ineptitud que sufrían sus epígonos.
Con
su casaca ilustrada y sus intemporales pasos de baile, Prince, costalero
artístico, arrimó el hombro para sostener la dignidad musical; dilató su
carrera como tantos ancianos dilatan su paternidad: para llenar en lo posible
un vacío injustificable que, sin embargo, se ha ido cronificando.
Muy
mal debió verlo el genio de Minneapolis para volver con las faltriqueras de la
casaca repletas de discos.
*Puedes contactar con el autor de este artículo escribiendo al correo juviyama@hotmail.com
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