Los mártires de la libertad española vol. I Batalla de Gandia. /EPDAEn la última y más sombría etapa sangrienta de la revuelta de las Germanías (1519-1523), cuando ya solo quedaban focos rebeldes en Alzira y Xàtiva, surgió una figura que aún hoy resuena con un aura de misterio: el Encubierto.
Un hombre sin pasado, sin nombre seguro, pero con una misión mesiánica que electrizó a un pueblo desesperado. Afirmaba ser hijo del príncipe Don Juan, es decir, ser nieto de Fernando el Católico y el legítimo heredero desposeído por las intrigas de Felipe el Hermoso. Pero no solo era un pretendiente político: se proclamaba también enviado divino, un ángel encarnado, el salvador del pueblo.
Sus seguidores lo adoraban. Decían que levitaba mientras meditaba, algunos rumores que llegaba a sanar, que su presencia era sagrada. Inspirado, tal vez, por las visiones apocalípticas de Joan Alemany. Prometía liderar una cruzada contra infieles y nobles corruptos, redimir al campesinado y purgar el mundo de injusticia. Bajo su liderazgo, se saquearon propiedades eclesiásticas y se forzaron conversiones de musulmanes, todo en nombre de un ideal redentor.
La base de su discurso fusionaba teología radical, herejía y política insurgente. Hablaba de una Trinidad de cuatro elementos, una reinterpretación mística que mezclaba el joaquimismo con ecos medievales y un extraño simbolismo, que algunos creyeron revelación y otros, locura. ¿Era un ermitaño iluminado? ¿Un impostor brillante? ¿Un converso marginado con sed de justicia?
Lo cierto es que su paso fue breve pero impactante. Asesinado a puñaladas en Burjassot en mayo de 1522 —se dice por sicarios al servicio de la nobleza—, su cuerpo fue quemado post-mortem por la Inquisición al considerarlo hereje y su cabeza colgada en las murallas de Valencia. Pero ni siquiera la muerte apagó su mito. Otros cuatro “encubiertos” le sucederían, intentando ocupar su lugar, sin lograr igualar el magnetismo de aquel hombre sin linaje, pero con una visión profética.
Quizá nunca sepamos quién fue realmente el Encubierto que, según algunos estudiosos aseguran que se llamaba Antonio Navarro, un judeoconverso de origen aragonés, otros aseguran que era un judío andaluz, Enrique Manrique de Ribera.
Su sombra sigue viva en las notas de la historia valenciana, como una huella persistente de redención, rebelión y misterio.
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