Pere Valenciano. / EPDA Se repite como un mantra que la formación es la llave maestra del ascensor social en España. Se nos dice que estudiar abre puertas, que el talento y el esfuerzo son premiados en un sistema donde la meritocracia supuestamente funciona. Pero la realidad, tozuda y descarnada, se empeña en demostrar lo contrario: aquí, más que un ascensor, tenemos un montacargas averiado en el que muchos esperan eternamente mientras unos pocos suben en la planta VIP. Piensa en el hermano del presidente, en Santaolalla, en los colocados en tu Ayuntamiento… o en
El Zorro en el Gallinero, en la mujer y las amantes de Ábalos, …
Porque cuando no hay formación, o cuando la que se tiene no basta, los caminos alternativos son tan crudos como conocidos. El sexo, la prostitución, sigue siendo en demasiados casos un recurso rápido para quienes buscan ingresos o contactos que les permitan salir del pozo. O ascender solo con el esfuerzo de arrodillarse, abrirse de piernas o poner el trasero. No hace falta romantizarlo: ser puta o puto en España no es una elección libre para la mayoría, sino una salida forzada por la precariedad y la falta de oportunidades. Y, sin embargo, ahí está, como uno de esos ascensores paralelos que el sistema no quiere reconocer pero que funciona en silencio. A veces no es la necesidad ni el hambre, es el atajo social; se llega más lejos y más rápido chupando y medrando en partidos políticos.
Efectivamente, el otro gran atajo es la política. En un país donde los partidos son agencias de colocación más que fábricas de ideas y de mejorar las vidas de las personas, medrar se convierte en un deporte nacional. En el ascensor social de muchos y muchas. Basta con la foto adecuada, la lealtad debida al jefe de turno y la capacidad de sobrevivir a las purgas internas. No importa tanto lo que sepas, sino a quién sirvas. Mirad cuántos Ábalos, Zaplanas, Montoros y Pujoles. Y de repente, alguien que apenas ha trabajado fuera de un despacho orgánico se convierte en concejal, diputado o incluso ministro. El ascensor social aquí no es el estudio, sino la militancia bien colocada.
¿Y qué decir de la función pública? Aquí la paradoja es sangrante. Hay quien, con formación sólida y años de oposición, consigue su plaza. Pero también los hay que, con mucho menos bagaje, la alcanzan por el simple hecho de resistir, de repetir exámenes como quien juega a la lotería. Y especialmente de tener amigos políticos o funcionarios poderosos. Formación o no, lo cierto es que convertirse en funcionario sigue siendo uno de los pocos ascensores sociales estables en un país donde el sector privado ofrece salarios raquíticos y contratos volátiles.
El resultado es desolador: España sigue sin ofrecer un ascensor social justo ni eficaz. Se premia en demasiados casos más la picardía, la lealtad, la resistencia y el sexo que el esfuerzo real. Y mientras sigamos aceptando estas vías torcidas como inevitables, lo único que ascenderá será la frustración colectiva.
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