J.V. YAGO. /EPDAPuede que haya surgido, emanación caliginosa, del desparpajo infundado, del atrevimiento ignorante que se deriva de pasar el tiempo reportando la propia vida y fingiéndola muy animada e intensa, repleta de programa, cuando en realidad es tan insulsa como las otras. Puede también deberse a la sobreprotección que una cantidad inaudita de padres inmaduros, abrumados hasta el apabullamiento por su condición de padres, dispensan a sus hijos; padres que se aferran a refalsados clichés educativos, al esoterismo psicológico de hacer lo que sea para que su prole no sufra nunca las curtidoras, acrisoladoras y muy beneficiosas frustraciones en lo pequeño e intrascendente. Puede que la televisión, durante los breves instantes que dedica la plebe a estirar el espinazo mientras cava su tumba en la red antisocial, siga difundiendo la vulgaridad pluralísima, el tenebroso catálogo de la masa en rebeldía. Puede que sea el último y más pernicioso efecto del acceso generalizado a la pornografía, que rebasa la perversión sexual para fumigar en los cerebros la empatía, la solidaridad y cualquier consideración del otro más allá del mero instrumento. Puede que sea —me parece lo más probable— un revoltijo de todo esto más un exceso de bienestar y una erradísima noción de felicidad, y no un sano concepto de la duda como acicate del conocimiento, lo que va llevando a niños y mayores al falso cuestionamiento, al cuestionamiento de conveniencia, interesado y capcioso que lastra la justicia, imposibilita la enseñanza e intoxica las conversaciones. Ese preguntar por qué cuando no ha lugar preguntarlo; ese negar la evidencia contra toda evidencia; ese desacato, por desfachatez pura e incluso por mera diversión, ante cualquier figura de autoridad; ese relativismo insano que sitúa la propia individualidad y el particular capricho en el centro del universo. El infierno está saliendo a la superficie por las fumarolas del falso cuestionamiento, del poner pegas a todo en función del impulso momentáneo. Campa entre la chusma una runfla de diablotes cada vez que un profesor anuncia la tarea y los alumnos le preguntan, por puro afán de interrumpir, y con la única intención de no hacer nada, por qué deben hacerla; o cada vez que un guardia para un genares y el genares le niega la mayor con el solo propósito de iniciar un diálogo para besugos; o cada vez que alguien encuentra su casa ocupada y no sólo se queda fuera sino que debe pagar luz, agua y multas al delincuente. El verdadero cuestionamiento viene de la inteligencia, entraña noble intención y suele arrojar luz; pero nos ocupa el falso, producto de la obtusez y del efecto chusmizador de los vídeos de gatos enloquecidos, monos delirantes y paquidermos asesinos; el cuestionamiento permanente y absurdo que practican los tontos para ganar tiempo, para justificar galbanas y arbitrariedades, para confundir, para engañar, para irritar, para desobedecer o para divertirse, para entenebrecerlo todo con el hollín del egoísmo y el desprecio. En el rostro del falso cuestionador, en su forma de mirar hay siempre un punto de locura, un brillo destructivo, un ansia insensata de caos, una cerril complacencia en el sabotaje gratuito. Hace tiempo que al falso cuestionador no le divierte nada porque busca la diversión en sitios equivocados; pero como no se da cuenta enfebrece, desvaría y alcanza, en el paroxismo de su búsqueda infructuosa, en las ansias y bascas de su desesperación, el peligroso nivel de la irracionalidad, el autodestructivo grado del cinismo absoluto, del mal por el mal, del desahogo patológico, del cuestionamiento permanente por el diabólico placer de causar problemas. El falso cuestionamiento es uno de los muchos promotores que llevan a cabo las obras de ampliación del báratro, y tiene a su servicio millones de pequeños falsos cuestionadores entorpeciéndolo todo, cuestionando lo incuestionable para que algo quede o no quede nada, para hundir la flota y fomentar a su alrededor la inacción, el pesimismo y el declive.
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