Juan Vicente Yago Martín
Cuando
se
atisba un rayo de luz en la negra espelunca viral; cuando hay
vislumbres de solución para la epidemia, el fútbol europeo —ese
pingüe negociote que se hace con la ignorancia popular— ha
realizado una encuesta, quizá por motivos económicos —averiguar
si los pardillos que abarrotaban los estadios conservan su candor—,
quizá por mera curiosidad —comprobar si el deporte sigue teniendo
rey o, como la España, se ha vuelto república sin darse cuenta—;
y el resultado ha sido bastante descorazonador: el fútbol ya no
significa nada para el cuarenta por ciento de los jóvenes europeos.
Casi media Europa del futuro inmediato vive como si el fútbol no
existiera. El fútbol —noventa minutos de monotonía sobre hierba—
resulta insufrible para un mocerío habituado al cambio continuo y al
aturdimiento de la multitarea. No aguantan un partido de hora y media
como no aguantan una clase de la mitad, una conferencia de diez
minutos o una empollada sin música de fondo. Han dejado el fútbol
por lo mismo que dejaron el blog
y el facebook:
demasiado lento y demasiado reflexivo. Ver un partido exige valorar
jugadas, conocer antecedentes, aventurar consecuencias, prestar
atención. Insoportable. La cosa va de instagram
y tiktok:
pura visualidad, puro instinto, pura improvisación. Encefalograma
plano. Así que los partidos de fútbol, aunque se acorten, ya no les
interesan. El fútbol ha empezado a ser de otro tiempo. Se ha vuelto
antiguo. Está desfasado. El gusto de la gente cambia con las épocas,
y una juventud atropellada, eléctrica, nerviosa, impaciente,
insatisfecha e inmadurísima está destronando, arrumbando, hundiendo
en la noche de los tiempos al futbolorro. Un cuarenta por ciento de
jóvenes fuguillas que intentan prolongar lo efímero
multiplicándolo, compensar la escasez de tiempo con un programa
inabarcable y sustituirse la espiritualidad con hiperactividad. Un
cuarenta por ciento de jóvenes para quienes un partido de fútbol es
tan aburrido y desesperante como una película del siglo xx.
Hay pausas, y ellos no están preparados para saborearlas, para
interpretarlas, para detenerse. Su vida es vorágine, huida,
trepidación, una catarata de imágenes y estridencias que les oculta
la tenebrosa oquedad, la caverna terrorífica de la intrascendencia.
La sociedad que viene, caprichosa, infantil y materializada, opta en
porcentajes cada vez mayores por el vacío interior y el vértigo
exterior; desdeña, presa del espejismo sensual, su mejor dimensión
—la única perdurable— y trata de aferrarse a la vida terrena
saltando sin cesar de liana en liana, rodando enloquecida en el
carrusel de las diversiones rápidas y cambiantes. Ya no le va el
cine con trasfondo ni la literatura con enjundia. Ni el fútbol. El
fútbol está decayendo con la época. Periclitará velozmente y se
unirá pronto al pokolpok
y al harpastum
en la inopia de lo perdido. Habrá otras cosas —ya las hay—, pero
no serán fútbol. Serán electrónicas, virtuales, interactivas, tan
engañosas como el fútbol, pero más entretenidas. Ni astros, ni
pichichis, ni botas áureas: todo está en el cofre de las
antiguallas, que se va cerrando. Se dijo que a más incultura más
afición al fútbol, pero ya no se dice; ahora la incultura es carne
de casino electrónico, de red social, de perdición cibernética, de
naufragio en el mar proceloso de internet.
El fútbol —¡ay!— va formando parte del pasado más aprisa de lo
que parece. Su vigencia es fugaz, como la de todos los engañabobos.
¿O pensabas que duraría mil años? Ha empezado el fin del fútbol,
la postrimería de la chorrada más cara de la historia. Y para el
cuarenta por ciento de la futura madurez europea terminó hace
tiempo. No está en su vida. No cuenta en absoluto. Ha desaparecido.
Es historia. Es pretérito. No es. Y los clubs lo saben. Una encuesta
les ha leído el futuro en el presente para que vuelvan en su
acuerdo, se aten los machos y vayan adaptándose a la marginalidad, a
la minoría y al frikismo. En breve compartirán espacio informativo
con la petanca y las carreras de sacos, disputarán sus encuentros en
solares de barrio y les alcanzará, cuando el patrocinador suelte la
mosca, para la serigrafía, el flogoprofén y el champín de la
victoria. Incluso puede que no advenga el fin definitivo del fútbol,
sino el fin parcial, el recorte, la extirpación de su faceta
contradeportiva, del tratamiento empresarial, en términos de
victorias necesarias, títulos previstos y rendimientos obligatorios,
que dan los clubs a lo que no puede ni debe ir más allá del
ejercicio saludable y la competitividad confraternizadora. A lo mejor
la creciente indiferencia que la juventud europea siente por el
fútbol no provoca su desaparición como deporte, sino su
reamateurización, su regreso a la nobleza y al ideal.
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