Francisco José Adán.
Soplaba una brisa suave que
mecía las ramas de la encina que irrumpía en la planicie de forma majestuosa,
imponente y a la vez honorable. Bajo un techo de nubes y sol y acariciado, aveces,
por la lluvia ya descansaba. El guerrero hincó su rodilla en tierra clavando
su acero.
Muchos pensamientos
cruzaban en ese momento por su cabeza, pero respiró profundamente apretando el
puño de su espada, la armadura le pesaba pero no tanto como el peso del
destino. Cerca se escuchaba el rugir del mar que golpeaba con virulencia las
paredes de un próximo acantilado como si de un gigante marino espoleado
intentara derruir los cimientos de la tierra se tratara.
De pronto una mano se posó
en su hombro “Vamos” dijo al afligido guerrero. Él giró la cabeza y ahí estaba
cogiendo su caballo su amigo, con el arco y las flechas asomando por su espalda
mientras la capa volteaba ante una ráfaga de viento.
Se puso en pie, inclinó la
cabeza de nuevo ante la losa, desclavó el filo y lo envainó. Miró a los ojos a
su amigo, detrás de él se entrecortaban los perfiles de más compañeros de
armas que le esperaban fielmente.
Cerró los ojos una vez más
como queriendo retener el sonido, los olores, el tacto del viento rozando su
mejilla. Como descifrar el mensaje que los dioses intentaban mandarle. De
pronto una paz recorrió todo su cuerpo desde la cabeza hasta la punta de los
pies y esbozó una sonrisa de felicidad.
Su compañero que aún
mantenía su mano en el hombro la apartó, sorprendido por el súbito cambio.
Supo entonces que su viejo amigo se recuperaría. Se apartó y se juntó con el
resto dejando solo al espadachín.
Tenía una misión que
cumplir y no estaba sólo, supo entonces que todo iría bien. Supo que pese a que
el enemigo intentara hendir su negro hierro en su carne nada le podría pasar.
Porque en ese momento se percató que a veces las batallas más duras no se
libran en el campo de batalla a fuego, piedra y acero. Supo que, a fin de
cuentas, la vida continuaba con su incesante caminar y él aun era protagonista
de ella.
Subió a su corcel que
relinchó desafiante e inició la carrera al galope, seguido por su grupo. Atrás
quedaba lo que no quería seguirle; con él lo que nunca le abandonará.
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