Vicente Montoro. /EPDA
Vivimos
una época
en que la información nos satura. Somos seres con una mente que
recibe, de forma constante, innumerables inputs
con noticias que ni nos paramos a leer. Y es otra consecuencia del
pandémico
encierro que padecimos durante el segundo trimestre de 2020. El
aumento del consumo de las televisiones, las tertulias políticas, la
agorafobia y los suicidios son ejemplos claros de consecuencias
incalculables que nos trajo el coronavirus.
Y
me considero parte de esa generación
que vive a golpe de tuit, historia de Instagram, que reporta un
pequeño post en Facebook o recibe incesantes mensajes reenviados de
manera indiscriminada por WhatsApp o Telegram. Y, de manera
constante, trato de ignorar la mayor parte de ellos porque mi
cansancio psicológico es real. Lo que es peor: si alguna vez se nos
ocurre leer o compartir alguno de los elementos anteriores, siempre
lo hacemos con el sesgo ideológico que caracteriza a esta democracia
del siglo XXI; política que parece estar programada para la
infancia, para la inocencia y el desconocimiento.
Así,
compartimos un tuit con base en un titular que, rara vez, analizamos
o criticamos. Y estamos siendo testigos de la existencia de cientos
de temas vertiginosamente sensibles y susceptibles de debate para
conocer, con profundidad, los pros y los contras de los mismos por el
simple hecho de que, socialmente, es un valor o un hecho asumido. Por
poner un ejemplo, la vacunación -con una fórmula experimental- de
menores sanos -nunca pondré en duda la necesaria vacuna en adultos-
o la continua violación de derechos fundamentales en base a una
necesidad colectiva que parece haberse disipado y nadie parece querer
decir nada. Y la presión social, sin embargo, parece ser el problema
de todo ello. Y, por favor, evitemos la politización de la exigencia
de debate: se llama democracia y búsqueda de la verdad más exacta,
que no perfecta. No somos capaces de querer estar bien informados. La
pandemia nos ha exprimido la capacidad de retención, debate y
análisis crítico y los medios de comunicación están en un
jolgorio constante. El titular corto, fácil y alarmante, juntamente
con la dispersión del miedo resultan fundamentales para el aumento
de visualizaciones y seguir alimentando la era del clickbait.
Es
estúpido
e ilógico no querer establecer un debate sobre cualquiera de las
cuestiones y asumir como correcto cualquier aspecto que pueda afectar
al conjunto de la sociedad, venga de donde venga. Y es que a veces
renunciamos a estar bien informados fomentando, per se, el
borreguismo social.
Y
no, no tenemos el Estado ideal con un sistema educativo o
universitario que hagan crítico
al que entra en esas aulas. Y ahí reside nuestro gran problema como
sociedad. Una educación, que seguirá alimentando grandísimas
instituciones de absolutos eruditos, sin duda, pero que no provocará
mejoras sustanciales en ningún aspecto de nuestras vidas. Tenemos un
sistema que trata de extraño al ambicioso, capaz, inquieto y que va
más allá. Y es, en realidad, el propio sistema el que debe enseñar
a, vistos los recursos y habilidades, facilitar y enseñar a cómo
desarrollarlos al máximo y sacarles el máximo partido sin ayuda sin
nadie y, además, asentar una base para la continua mejora individual
que desembocará, sin duda alguna, en la necesidad de mejora
colectiva.
Es
una idiotización
imparable -que comienza en los primeros años de la infancia- de que
siempre se han valido los totalitarismos: así lo hicieron los
fascismos y el comunismo. Y es que, aunque la mona se vista de seda,
mona se queda, y eso sucede con los regímenes disfrazados de
democracia pero que revisten unos tintes comunistas que todo
demócrata, liberal, progresista o conservador debería rechazar de
plano.
Pero
realmente parecen no darse cuenta de que, si la juventud y la
infancia revisten inteligencia, ambición
y ganas, el beneficio es para el conjunto de la sociedad. Y la
responsabilidad, en la actualidad, la tienen los partidos políticos,
a quien damos voz periódicamente, en su posicionamiento. Son ellos
quienes deben posicionarse a favor de una educación que,
literalmente, eduque y no adoctrine; enseñe y no idiotice; haga
críticos y no sumisos. Dos modelos antagónicos que supondrán el
éxito o el fracaso de una sociedad en su conjunto.
Y,
perdónenme,
pero nosotros tenemos la responsabilidad de elegirlos.
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