Carlos Gil. A
quien quiera que pidamos una palabra que identifique la actualidad de
la semana, sin duda, nos responderá "París". Desde el
pasado viernes, mientras muchos de nosotros ultimábamos los primeros
planes del fin de semana, la capital de la vecina Francia se
convertía, por segunda vez en este año, en la capital del terror.
Como he oído en alguna ocasión en estos días, parece que el mundo
se está volviendo loco.
Lamentablemente,
esta situación no nos resulta novedosa. Vivimos algo similar en los
atentados a las Torres Gemelas, en 2001, en Londres,en 2005,
enParís, en enero de este mismo año y, aún más de
cerca, en los trenes de Madrid, en 2004. Pero la lista no acaba ahí,
ni mucho menos. Situaciones similares se han vivido en Líbano, hace
solo unos días, en la explosión del avión ruso sobre la Península
del Sinaí, en Túnez, en Egipto, en Siria, en Irak y en una
interminable lista de lugares que han sido escenarios del horror en
estos primeros años del siglo XXI.
A
quienes defendemos la vida y la paz como valores fundamentales para
la humanidad, nos cuesta entender que alguien sea capaz de llegar a
estos extremos, de causar un dolor indescriptible por obtener un
rédito, sea este del tipo que sea.
Sabemos
que la violencia no es fruto de la religión, como tampoco lo es de
la política, ni del deporte ni de ninguna otra cosa más que del
fanatismo intolerante que no permite que otros piensen, sientan o
actúen de manera distinta.
Es
necesario que aprendamos a dar a la tolerancia la categoría de valor
fundamental para la convivencia. Pero hablo de la tolerancia como la
capacidad para comprender que otros quieran vivir y vivan de forma
distinta a la nuestra, sin que ello suponga la necesidad de alterar
nuestra forma de pensar, nuestra renuncia a nuestras
tradiciones, ni el ninguneo a nuestras señas de identidad,
para adaptarla a creencias o costumbres que no nos corresponden. En
este caso, estaríamos hablando de sumisión y la sumisión, con el
tiempo, vuelve a convertirse en intolerancia.
No
es solo tarea de grandes gobernantes. No es la Unión Europea ni el
Parlamento de los Estados Unidos quienes pueden y deben resolver esta
situación. La tolerancia es un deber de cada uno. En nuestros
ayuntamientos, en nuestros centros educativos, en nuestras
actividades de ocio, en todos los ámbitos de nuestra vida, podemos
aportar nuestro pequeño esfuerzo para conseguir una mejor
convivencia. Quitémonos la idea de que el mundo se está volviendo
loco. Aquí, quienes necesitamos una revisión urgente somos
nosotros. El mundo, bastante hace con aguantarnos.
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