He
apurado la última gota de mi café. He saludado con un guiño a un
viajero cargado con mochila abultada y guitarra al hombro que
esperaba la luz verde del semáforo y he meditado sobre el ocio.
Sobre esa hora y media de ocio que voy a consumir en esta cafetería.
Sobre el ocio de ese viajero que probablemente intente imitar a
tantos otros viajeros del pasado que nos han visitado y, enamorados
de España, han escrito todo lo que han visto con sus ojos de niño,
con esos ojos que son los únicos a los que está reservada la
sorpresa y la ilusión. Todos los viajeros coinciden en las bondades
de nuestro clima, todos ponderan la belleza de nuestros paisajes, el
carácter de nuestras gentes y, sobre todo, la manera en que
disfrutamos de nuestro ocio.
Pero
hagamos un inciso: ¿de qué clase de ocio estamos hablando? Yo no
quiero hablar de esa clase de ocio que es improductivo y que muchos
nos achacan. Ya conocemos de sobra los tópicos, no caigamos nosotros
también en ellos. Por otra parte, todos sabemos las diferencias que
existen entre el frío norte y el delicioso Mediterráneo, por lo que
nunca podríamos ser iguales. No pidamos peras al olmo.
El
diccionario, en su primera acepción describe el ocio como: Inacción
o total omisión de la actividad. Visto así, y no leyendo más,
podríamos pensar que el ocio es una especie de dolce far niente,
esa expresión que crea uno de los tópicos de los italianos, y es
cierto que también existe ese tipo de ocio que llevado al extremo
nos podría llevar a la contemplación y la ataraxia, como también
podría conducirnos a la inopia mental o a morirnos de hambre.
El
ocio del que yo hablo, y que también existe, es el ocio productivo,
ese al que podemos dedicarnos en nuestro tiempo libre. Díaz Plaja,
en su ensayo sobre los paraísos perdidos, nos dice: “La
organización del mundo antiguo permitió en Grecia, que una masa de
esclavos hiciera posible el diálogo de los hombres libres en el
Ágora y, consecuentemente, en la Academia platónica”. Es
decir, que el ocio productivo, ese tiempo libre que podemos emplear
en el trabajo intelectual, en la conversación o el pensamiento, nos
conduce indefectiblemente a un tipo de ocio trascendente que puede
ser mucho más productivo que trabajar ocho horas al día, aunque lo
ideal, lo reconozco, sería hacerlo compatible.
En
mi caso, lo confieso, la jubilación me lleva al ocio productivo. La
ataraxia y el dolce far niente los dejo para cuando me muera.
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