Romería del Cristo de la Salud./EPDAEn la parte peruana del lago Titicaca flotan unas singulares islas confeccionadas a base de totora, variedad de junco. Aunque al principio parece que se escurren a la pisada, te acostumbras pronto a su bamboleo mientras atraviesas su escasos metros entre tiendas ambulantes de baratijas y el sol que abrasa a esos casi cuatro kilómetros de altitud.
El culmen de la romería de El Palmar, que se celebra en otro fértil y vitalista lago, el de la Albufera, traslada mentalmente en cierto modo al Titicaca. No existen unas islas flotantes de cañas sobre las que pueda caminarse; no obstante, decenas de barcas se arremolinan alrededor de la que porta la imagen del Cristo de la Salud.
Con pericia y la experiencia de haberlo hecho agosto tras agosto, capitanes de embarcación como Manuel Puchades, con su perchador en el extremo contrario en el caso de que no se multipliquen en ambas funciones en embarcaciones más pequeñas, arraciman sus botes para escuchar la homilía.
En ella, a diferencia de otros años, el sacerdote de esta pedanía de Valencia oró a beneficio de las personas afectadas por la dana. Lo hizo en un espacio que bregó duramente para frenar la riada, que ejerció de acuático -¡qué paradoja!- dique de contención aquel devastador 29 de octubre.
A la plegaria siguió una oda al Cristo de la Salud y al propio El Palmar a cargo de un inspirado rapsoda que emocionó al casi un millar de personas que, sentadas en las embarcaciones o de pie en un complejo equilibrio, escuchaban atentas. “Un poble de gran valia on vostés podrán sentir el que és la valenciania”, lanzó a modo de colofón de su vibrante poema.
Efectivamente, toda la celebración se halla aderezada de valencianía, y no únicamente por la bandera de la Senyera que ondeaba en diferentes embarcaciones. Las propias denominaciones de algunas de estas últimas (El Morrudet, Tio Boro…) o la presencia de las Falleras Mayores y su Corte de Honor y del presidente de la histórica entidad cultural Lo Rat Penat en la romería del 4 de agosto ya le otorgaban esa pátina.
No obstante, la idiosincrasia valenciana se encuentra reflejada en el propio lago y en El Palmar, una isla de pescadores que no está construida a base de totora, pero sí circundada por ramales lacustres y acequias y que ha logrado despuntar por sus paellas y su all i pebre a base de anguila. Pocas acciones responden tanto a la singularidad autóctona -tan apropiada por foráneos- como la desplazarse a la Albufera para contemplar una puesta de sol o disfrutar de su gastronomía con familiares y amigos.
La Albufera, junto al Jardín del Turia y al bosque de La Devesa del Saler (en el cogollo albufereño también), constituye el pulmón verde de Valencia. Además, genera un vínculo de unión singular con municipios cercanos como Silla, Catarroja o Sueca. Vicente Blasco Ibáñez, con obras como La Barraca o personajes de calado legendario como el comilón Sangonereta, ayudaron a que se asentara en el imaginario colectivo, a acercarla al corazón urbano. Y, para más realce, opta a ser Reserva de la Biosfera el próximo 2026.
¿Qué más se puede pedir a este simbólico lago? Quizás otra muestra de agradecimiento a su grandeza consistiría en recuperar esa denominación de poetas árabes que lo bautizaron como Espejo del sol.
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