De todo el caso Urdangarín, de lo que menos se ha hablado y escrito ha sido del hecho de que el Rey don Juan Carlos descubriera hace unos años los negocios presuntamente delictivos de su yerno a través del Instituto Nóos y que, en lugar de mandarlo a Estados Unidos, no se hubiese puesto toda la información que tenía la Casa Real en manos de la justicia.
Dicho de otra manera: es, cuanto menos, indignante que el jefe de la Casa Real tuviera conocimiento de lo que se estaba cociendo a fuego lento y lo único que hizo su Majestad fue recomendar al marido de su hija que pusiera pies en polvorosa.
Don Juan Carlos no es culpable de los tejemanejes presuntamente poco éticos de Iñaki Urdangarín. Pero ha quedado en evidencia, por muy jefe del Estado que sea, que intenvino para cortar de raíz lo sucedido, ocultándose a la opinión pública los presuntos desmanes que vamos conociendo día a día en los medios de comunicación.
Aunque la presunción de inocencia debe prevalecer para no juzgar y condenar antes de hora a Urdangarín, lo cierto es que las personas públicas no sólo deben ser honradas, sino también parecerlo. Y en este caso, es evidente que no ha sido así.
Ahora entendemos las malas relaciones que mantenía la princesa Letizia con sus cuñadas; una, Elena, que es para darle de comer aparte, con un matrimonio cuyo fracaso ha sido minimizado y ocultado; mientras Cristina, la esposa de Urdangarín, si se demuestra su culpabilidad y lo sabía, será igual de culpable ante la opinión pública y si lo desconocía, no puede sino divorciarse del ex deportista por el bien de la propia institución monárquica.
Porque la Historia ha demostrado que la memoria es muy corta y que un escándalo de este tipo puede volver a la población española contra la Monarquía, olvidando el importante papel que su Majestad el rey Don Juan Carlos desempeñó durante la transición.
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