Susana Gisbert. Dicen que el comienzo de las Fallas es el día de la Cridà. Año
tras año, nos anuncian ese acto como el pistoletazo de salida de
nuestras fiestas. Y algo hay de cierto, aunque discrepo en parte.
Como no es de extrañar, por otro lado, que, como dice mi madre, a
todo le saco punta.
Por un lado, las fallas no empiezan ni terminan. Las fallas se
suceden unas a otra sin solución de continuidad, y los falleros bien
sabemos que las cenizas del monumento marcan el inicio de un nuevo
ejercicio fallero. Ese es parte del simbolismo de renacer del fuego
que, aunque parezca un tópico, no es solo eso.
Pero para mí las fallas empiezan con el olor a buñuelos. En cuanto
el aire se impregna de ese regusto de aceite y calabaza, las fallas
ya están aquí. Lástima que el paso del tiempo haya cambiado a las
entrañables buñoleras por puestos prefabricados en que el chocolate
se sirve en tetrabrik e igual te ponen buñuelos que churros o
porras. Pero el progreso es lo que tiene, y ni eso quita el encanto
de un buen desayuno, ni borra los recuerdos de mi infancia, en que
podía pasar horas viendo cómo conseguían que aquélla masa informe
se convirtiera en un buñuelo dorado y crujiente, haciéndole un
agujero en el aire. Aun quedan algunas, por suerte, y sigue
fascinándome el verlas ante su caldero de aceite hirviendo como si
de un conjuro se tratara.
Pero las fallas tienen más sabores. El más conocido, el de la
imprescindible paella, aunque no es el único. Esos concursos de
paellas hechos a cualquier hora, en la calle, con la leña y las
trébedes puestas en cualquier hueco, y con gente de todas las edades
compitiendo por hacer la mejor paella, o simplemente por lograr que
el resultado sea comestible. Que no es poca cosa, no se crean. Que
todos hemos comido arroz que parecía perdigones, o algún que otro
engrudo que serviría para cimentar catedrales. Y hemos sobrevivido.
Pero como decía, las fallas tienen otros sabores. El de los cacaos
amb corfa y los tramusos –cacahuetes con cáscara y
altramuces-, que no pueden faltar en los casales, el de los bocatas
para las cenas de sobaquillo, el del blanco y negro con habas, el de
las chuletas y el ajoaceite de cualquier improvisada torrà de
xulles, el del arrop i tallaetes y la mistela que les
acompaña. Y también, por qué no, el del cava con el que se brinda
por el premio obtenido o dejado de obtener, por las falleras mayores
o por cualquier motivo, que cualquier excusa es buena para celebrar.
Pero, en el fondo de todos estos sabores, hay mucho más. Es el
regusto a unión, a armonía, a tener un espacio donde conviven
varias generaciones sin problemas. Son las risas y los llantos
compartidos, los nervios porque las cosas salgan bien, el trabajo de
todo el año, la ilusión por cada acto. Es la vida dentro de los
casales, alejada del glamur de balcones institucionales, monumentos
millonarios y visitas ilustres. Son las noches sin dormir y el dolor
de pies de la caminata de la ofrenda, y esa sensación eterna de que
hay que vivir todo intensamente porque en nada se acaba. Y son, cómo
no, los amigos de muchos años, la sensación de arraigo a un barrio
aunque se haya dejado de vivir en él, los recuerdos comunes de esos
cuatro días en que se vive en la calle y la vida diaria se pone en
stand by para entrar en modo fallero.
Hay pocas cosas en el mundo que me produzcan una sensación de vacío
parecida a la que tengo cuando, el día 20 de Marzo, ya no quedan más
que restos de cenizas, las luces se apagan, la circulación se
normaliza y los chiringuitos y las carpas desaparecen. Pero vale la
pena. Y ese es precisamente el momento en que empiezan las fallas
siguientes. Por muchos años.
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