Marc Ferrer Esteve. /EPDAEn sociedades que se autoproclaman inclusivas, aún persisten prejuicios profundamente arraigados hacia ciertos grupos: las trabajadoras sexuales y las personas con enanismo. Esta doble marginación no es solo cultural, sino también legal y laboral. Y ante eso, hay que preguntarse con seriedad: ¿si se les prohíbe trabajar, quién les ofrece un futuro? ¿Quién se hace responsable?
Las personas que ejercen el trabajo sexual —en su inmensa mayoría mujeres, aunque también hay hombres y personas trans— lo hacen por múltiples razones: necesidad económica, falta de oportunidades, decisión propia o combinación de todas. Mientras tanto, muchas personas con enanismo enfrentan un mundo que las limita, las infantiliza o las convierte en objeto de burla. El problema no es que una persona pequeña trabaje en un circo o en el entretenimiento, sino que sea lo único que se le permita hacer, o peor aún, que se le prohíba incluso eso.
Prohibir el trabajo sexual, o impedir que una persona pequeña actúe, baile o trabaje en lo que quiera, bajo la excusa de protegerla o evitar la “cosificación”, no es una solución: es una forma de paternalismo hipócrita. La verdadera solución está en garantizar condiciones laborales dignas, derechos sociales, seguridad y opciones reales para que cada quien elija su camino, sin coerción ni discriminación.
El trabajo es un derecho humano. La dignidad no está en el tipo de trabajo, sino en cómo se trata a quien lo realiza. Si prohibimos que las putas trabajen, ¿las vamos a mantener? Si impedimos que los enanos se ganen la vida como puedan, ¿les ofreceremos empleos alternativos? ¿O solo nos interesa sentirnos moralmente superiores mientras ellos y ellas quedan en el abandono?
Quienes defienden la exclusión lo hacen desde el privilegio. Es fácil hablar de “dignidad” cuando no te falta el pan, cuando no te cierran las puertas por cómo luces o por tu oficio. La verdadera defensa de la dignidad es reconocer que todas las personas, sin importar su cuerpo o su profesión, merecen trabajar sin ser humilladas ni perseguidas.
En vez de prohibir, deberíamos proteger. En vez de estigmatizar, deberíamos garantizar derechos. Y sobre todo, deberíamos dejar de decidir por otros lo que es digno o no.
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