Susana Gisbert.El otro día
veía uno de esos programas de recuerdos enlatados que activan la
nostalgia y me dio por pensar, un ejercicio que practico de vez en
cuando. Sacaban trozos de programas infantiles que ví siendo niña
y, cómo no, canciones, y me dí cuenta de cuánto hemos cambiado. O,
tal vez, no tanto.
El llorado
payaso Fofó –aún me acuerdo que no tenía consuelo cuando sacaron
la noticia de su muerte con “Susanita tiene un ratón” de fondo-
revivía ante mis ojos por la magia de la tele y me transportaba a mi
infancia.
Y es
curioso porque, aunque eso de pensar es una ejercicio en el que me
inicié muy pronto, había muchas cosas que me pasaban
desapercibidas. La pobre niña que no podía jugar porque tenía que
planchar el lunes, barrer el martes, lavar el miércoles y así
sucesivamente, mi tocaya Susanita, que ha venido acompañándome
desde entonces -¿donde dejaste al ratón?- y el coche de papá. Eso
del coche de papá era lo más curioso, porque jamás cuestioné que
fuera de papá y no de mamá, a pesar de que en mi casa era mamá y
no papá quien conducía, lo que llenaba de pasmo a muchas de mis
amigas. Y porque lo normal es que el conductor fuera el hombre, y lo
de mi casa lo vivía como lo que era, una excepción.
Esos son
los mimbres que nos dieron para construir nuestras cestas a varias
generaciones. Un mundo donde los papás conducían, las niñas no
podían jugar porque tenían que planchar, y los niños jugaban al
fútbol alentados por el grito de “dale, Ramón”. Haciendo
memoria, me vino a la cabeza otra canción, que decía que “si me
pones buenos guisos, yo te pongo el mejor piso” y terminaba con un
porromponpom Manuela antológico. Aunque también cantábamos a voz
en grito, niños y niñas, eso de que mi barba tiene tres pelos, por
más que nosotras, por razones obvias, dificilmente nos veríamos en
el caso.
No pretendo
criticar a los payasos de la tele, que alegraron muchas tardes de
sábado de mi infancia. Es más, todavía se me queda pintada en la
cara una sonrisa de boba si veo aquellas imágenes. Y hasta me río a
mandíbula batiente recordando las aventuras, unos pequeños skechts
cómicos, que eran la parte que más esperaba. Y, por supuesto, corrí
a comprar la reedición que Miliki hizo en su día y pude compartirla
con mis hijas, pequeñas entonces. Y comprobé además que Miliki
había tenido la sensibilidad de que el que condujera ya no fuera
solo papá.
Aquellas
canciones no eran otra cosa que el reflejo del tiempo y de la
sociedad que vivíamos. Como tantas canciones infantiles. Ojalá
resucitaran por un momento Gaby, Fofo y Miliki y nos explicaran que,
de una vez, la pobre niña pudo jugar porque su hermanito dejó por
un rato el balón y se puso a barrer.
Y nos
marcharíamos a celebrarlo en el coche de papá o en el de mamá. Y a
ver si por fin alguien me explicaba eso de que no importa que el auto
fuera feo porque llevo torta, que nunca lo pillé. Pero quizás eso
quedé archivado para siempre entre los grandes misterios de la
humanidad. O no.
SUSANA
GISBERT
(TWITTER
@gisb_sus)
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