Rafael Escrig.
Me di cuenta estas Navidades.
Me di cuenta cuando, por la tele, comenzaron a bombardearnos con los
consabidos anuncios de perfumes y turrón, cuando apareció el primer
anuncio de la lotería nacional, cuando nos dijeron los kilómetros
esquiables en Candanchú y nos anunciaron el mensaje de Navidad del
rey y cuando nos informaron que en el reloj de la Puerta del Sol
primero caería la bola y después sonarían los cuatro cuartos.
Cuando nos hablaron de los millones de desplazamientos y los
controles de alcoholemia.
Y después de todo ese arsenal
de materias consabidas, cuando acabé de escuchar todas las
trivialidades con que día tras día, y año tras año nos repiten en
todas las cadenas, me di cuenta de que nuestra vida y la concepción
que tenemos del mundo, pasa por ese filtro de la televisión. Esa
pantalla negra que todos tenemos en nuestras casas, esa pantalla
rectangular, fría y siniestra como el espejo de un oráculo, no
importa las pulgadas que tenga, o quizá sí, es desde donde nos
dictan cómo es el mundo del otro lado de nuestras casas, y ahí
estamos nosotros impotentes a esos cantos de sirena que nos llaman a
la fiesta del consumismo de la Navidad, ¡y que nunca se acabe!, lo
digo siempre: ¿qué sería de la economía nacional si
desaparecieran las tradicionales fiestas, las bodas, los bautizos,
las comuniones, las comidas de empresa y todo aquello que mueve al
gasto, un gasto que lamentamos después, pero que volvemos a él año
tras año? Pero volvamos a lo que iba: ¿a estas alturas de
dependencia televisiva, podríamos recuperar el criterio, si es que
alguna vez lo tuvimos, y ser capaces de desconectar el televisor?
¿Qué pasaría en el caso de que mañana lo bajáramos al
contenedor? Yo quisiera tener la suficiente fuerza de voluntad o
personalidad o ¿cómo decirlo? ¿coherencia? para ser el primero y
prescindir de una vez por todas de esa televisión y las cadenas que
hay detrás, y poder averiguar por mí mismo cómo es el mundo real
sin que nadie me lo explique, sin que nadie me repita las mismas
cosas día tras día y año tras año.
A veces pienso que el día en
lugar de dividirse en horas, y que es el sol quien rige el tiempo, es
la televisión, de la que somos rehenes, la que nos lo marca con sus
propios horarios, con sus programas, con sus series, con sus
noticias, incluso con las consabidas campanadas del reloj de la
Puerta del Sol que primero cae la bola y que después suenan los
cuatro cuartos.
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