El Siglo, un establecimiento histórico del que solo se conserva el nombre./graullera Posiblemente dos de los mejores libros que he leído últimamente han sido publicados en València y hablan de València. Tienen además en común el haber visto la luz en la misma editorial, Drassana, lo que demuestra el buen criterio y gusto de esta atrevida editorial. El primero de ellos es La balada del bar Torino, de Rafa Lahuerta, una excelente crónica de la historia valencianista vista desde los ojos, al tiempo ilusionantes y descreídos, de un aficionado que roza la cincuentena. La balada no es un libro de fútbol, que también. Son unas memorias que, aún escritas, como no podía ser de otra manera, desde la pasión y la parcialidad del amor a unos colores, corresponden y son propias de toda una generación, aquella nacida a finales de los sesenta. Sin ser valencianista, La balada es un libro del que uno es partícipe y protagonista, pues transita por lugares, tiempos, emociones y recuerdos de un tiempo que fue.
El peso de Cronos forma parte de la esencia misma del ser humano y en este emotivo libro su autor realiza un auténtico exorcismo en el que se desuella hasta dejar su alma expuesta, con todo lo que ello supone, al lector. Ciutat de campanars es la otra obra.
Su autor, Toni Sabater, a la manera de un Victor Hugo del lugar, realiza un homenaje a la ciudad a través de doce campanarios, que son las correspondientes aproximaciones a los barrios que los cobijan.
Sabater, como Lahuerta, recurre a vivencias propias, personales, pero las dota de una información que al lector sensible no le resultan almibaradas, sino evocadoras, didácticas y no sólo un compendio de erudición… que también.
Cuento esto porque dichas obras abren en mí las puertas de la memoria, supongo que por la edad, la simetría generacional con los escritores o la conciencia del inexorable paso del tiempo con su desgaste no solo material. Hablen de fútbol o de historia, en ambos libros aparecen como protagonistas personajes y lugares que fueron, que fuimos nosotros, pues nuestras vidas van parejas a recuerdos asociados a ellos. En nuestra intrahistoria particular todos tenemos una calle, un bar, una tienda que, bien en decadencia o ya desaparecidos, nos retrotraen a ese territorio mítico de la infancia en el que inocencia e ilusión conforman un todo idealizado al que siempre podemos volver, bien para aclarar alguna cuenta pendiente, casi siempre con nosotros mismos, bien para añorar un tiempo que compartimos con aquellos que ya no están.
BARES
En Russafa, ese ejemplo perfecto a la gentrificación en un santiamén, existió un bar que fue crisol de muchas cosas. En la esquina de la calle de Cádiz con Peris y Valero, La Pérgola (no confundir con el quiosco de la Alameda) fue el heredero del bar Monopol, situado en la misma manzana pero en la esquina con Los Centelles, en el que además de las bebidas típicas se vendía agua de seltz y se jugaba al dominó y a cartas.
La Pérgola fue dirigido por dos oscenses de pro, José Luis y Fernando, cuyo hacer en la barra hubiera quedado en nada sin el trabajo imprescindible, pero mucho menos reconocido, de sus mujeres, Carmen y Marisa, que desde la sala de máquinas, sacaban adelante todas las tapas del mundo, esas que la modernidad mal entendida parece querer desterrar del barrio de mi infancia. De entre todas, destacaban sus patatas bravas, que como sirenas homéricas elevaban su canto hacia todos los rincones de la capital. Así de fuerte era su eco, que hacía llegar a gente de la otra punta de la ciudad atraída por tan suculento plato.
Como todo bar, La Pérgola tenía sus parroquianos de barra y sentencia, que daban su particular lustre al lugar. Allí se juntaba todos los jueves un grupo de amigos para hacer la quiniela, cenar y arreglar el mundo. De ellos no queda ya casi nadie, como tampoco queda el bar. Allí nos fuimos haciendo mayores. Allí fuimos muriendo todos un poco. Es inevitable, mi infancia tiene tres puntos referenciales en torno al rovellet de l’ou que es Russafa: San Valero, el mercado y La Pérgola; o lo que es lo mismo, el alma, el cuerpo y el sentir, porque la sabia misión de un bar es poner en armonía todas las viandas que el mercado ofrece a nuestros sentidos corporales.
Como dijimos, Russafa ha ido cambiando, así como la gastronomía y los clientes, de manera que el bar de barrio -eso fue siempre La Pérgola, y a mucha honra- cedió a un cosmopolitismo que aventuro incierto.
EL SIGLO
Un poco más lejos, en la zona noble de la ciudad, al principio de la calle de la Paz más concretamente, hubo en otro tiempo un famoso café que, a cuentas de lo que el mencionado Sabater explica en Temps de campanars, fue una suerte de Rick’s Café de Casablanca. El hecho de ser café y no bar confirió a El Siglo (ese era su nombre) un caché diferente. Camareros con librea, pequeña orquesta de cámara, público finolis, miembros del gobierno republicano durante el tiempo que València fue capital, algún que otro espía “despistado” hicieron de él un lugar selecto para ver y ser visto.
En El Siglo trabajó de camarero José Sanchis Montón, un buen hombre que se fue demasiado pronto (los hijos de puta casi siempre se van demasiado tarde). Era mi abuelo y se tuvo que tragar dos años de cárcel por la delación de una vecina afín a la España no del perdón, sino de la victoria. Republicano confeso, supongo que blasquista como tantos otros, su bonhomía y profesionalidad le sirvieron tanto como la intercesión bienintencionada de la maestra de una de sus hijas; es decir, para nada. José Sanchis vivía en la ruzafeña calle dels Vivons, era grauero y granota y desde su casa se veía el bar de su amigo Luis, el ya citado Monopol.
A día de hoy, de El Siglo solo se conserva el nombre en un dintel de la calle de la Paz, desapercibido homenaje a uno de los históricos cafés de la ciudad.
LA PINTADA
La Pérgola permanece cerrado y silencioso en su frontera con Peris y Valero. De las dos plantas bajas de las que constaba, una ha sido alquilada a una empresa de motos o algo así. La otra, permanece muda. Sin embargo, en la pared exterior que hay entre ambas, allí donde diariamente figuraba el menú, alguien ha escrito sobre una especie de capa de cemento fresco un sentido agradecimiento: “Viva La Pérgola, el mejor bar del mundo. Gracias a José Luis y su familia”. Gracias a los bares y cafés de nuestra vida.
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