Francisco López Porcal
La respuesta del lector ante la obra de arte implica que su
interpretación no se ajuste a las mismas motivaciones por las que fue creada.
Ya en su momento, el movimiento de la estética
de recepción ligado a la Escuela de Constanza liderada por las teorías del
filólogo alemán Hans-Robert Jauss, desarrollaba allá por 1967 la actitud y la
valoración del lector ante el texto literario de acuerdo a sus conocimientos y
experiencias vividas.
Por tanto, la actitud mostrada por el receptor variará en
función de su formación cultural, que será determinante en su capacidad de
análisis y espíritu crítico. Llegados a este punto, uno se pregunta, ¿y cómo se
consigue la adquisición de ese espíritu de crítica en una sociedad tan roma
como la actual? ¿qué experiencias y conocimientos adquieren nuestros
estudiantes de hoy para actuar con criterio?, pues sencillamente las que
reciban del profesorado, teniendo en cuenta que una parte de ese cuerpo de
profesores se encuentra en muchos casos escasamente motivado, frustrado, o
simplemente con el horizonte puesto en cumplir sin más su labor de funcionario,
incapaz de transmitir la genuina vivencia que exige la materia curricular.
Uno
siempre recuerda al buen profesor o profesora de literatura que con su ímpetu
conseguía atrapar al alumno en un cara a cara, sin fichas, ni libros, solo con
el poder de la palabra, ejerciendo la oratoria, ese arte y esa elocuencia que
permite persuadir y llegar al público. El receptor-alumno solo tenía que oír. Y
ahí se obraba el milagro.
Entiendo que en la actualidad para llegar a ese
milagro es necesario librar una auténtica batalla con los artilugios
tecnológicos pegados a nuestros jóvenes, poderosas armas que evitan la
suficiente concentración del alumno.
Y este es uno de los gigantes, de brazos
largos, a los que el profesor de humanidades tiene que batir en un alarde de
imaginación y de mano izquierda, pero también de convicción, a los que –como
decía don Quijote a Sancho- había que entrar en fiera y desigual batalla.
Esta apostilla viene motivada por la conversación que tenía hace unos
días con un joven actor amateur menor
de treinta años que no conocía el antiguo programa de Estudio 1, aquella representación televisada de una obra de teatro
que comenzó en 1965 y terminó su emisión en 1984, quizás un tiempo en que los valores estéticos
de la sociedad española ya no eran los mismos porque el telespectador demandaba
otro tipo de entretenimientos.
Estudio 1,
que tomó su nombre de la instalación de Prado del Rey donde se rodaba, nació al
calor de otros programas dramáticos similares en la TF1 francesa y en la BBC británica. Aquel
mítico programa tuvo sus inicios en el anterior régimen franquista, toda una
paradoja para una forma de gobierno que no toleraba la libertad de expresión.
El espacio televisivo brindaba la oportunidad al telespectador de paladear
exquisiteces nacidas de la pluma de Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Lope
de Vega, José Zorrilla, Jardiel Poncela, Buero Vallejo, que alternaban con la
obra de otros autores extranjeros de primera línea tales como Shakespeare,
Pirandello, Chéjov, Molière o Arthur Miller.
Hace poco el periodista Juan
Vicente Yago escribía en su columna “La conquista del espacio” del diario
Levante-EMV que “hay lecturas que desintelectualizan e inculturizan, textos
nefastos que oxidan las conexiones neuronales
y las ralentizan.” Es cierto, los hay, aunque junto a este público lector asiduo de productos de subliteratura, existe otro porcentaje
que además dejó de fijar su vista en los signos gráficos de la escritura. Ahora
se dedica a leer botones y teclas de juegos audiovisuales que enajenan el
cerebro de quien los consume.
Tras estas reflexiones, al final uno se pregunta de qué manera el
lector recibe el mensaje por parte del emisor, una curiosidad que siempre
acecha al que escribe, cuál será la reacción del receptor ante un texto
literario y qué valoración final adoptará de acuerdo a su bagaje cultural y a
las experiencias vividas.
Todo ello va a depender del tipo de lector, pero, ¿de
qué lector hablamos? ¿del que recibe el mensaje del profesor desmotivado? ¿del
que lee páginas que merman su racionalidad? ¿del que solo está interesado en
los reality-show? o ¿del que se pasa
horas jugando ante la pantallita de su smartphone?
Si quien tiene autoridad institucional para impedirlo, no lo impide, marchamos
–si no lo estamos ya- hacia una sociedad sin criterio, deseosa de vivir el
presente lo mejor posible, exenta de altura de miras, sin capacidad de diálogo
ni consenso, dispuestos a romper puentes que impidan la convivencia.
Una
muestra palpable la tenemos en la escasa talla intelectual de la mayoría de la
clase política, pero también de ciertos medios de comunicación cuyas emisiones,
tal y como insistía Yago “abarquillan el cerebro de una manera espantosa”. Esta
es la sociedad que tenemos y que el poder institucional ha permitido. ¿Hay
voluntad para enderezarla? ¿La situación es reversible?
Comparte la noticia
Categorías de la noticia