Francisco José Adán. EPDA Este puente he estado en el País Vasco o Euskadi; por Vizcaya para ser más exactos. Bilbao y alrededores.
Ha sido una experiencia enriquecedora más por lo que he visto y concluido que por lo que he comido, por desgracia, menos de lo que me hubiera gustado y quizá un poco más de lo que mi economía me permitía.
El objeto del viaje era múltiple: el primero y más importante pasar unos días con mi mujer; segundo volver a Bilbao con más tiempo para recorrer sus calles y ver los alrededores. Tercero, ver con mis propios ojos y oír con mis oídos qué pasa por esas tierras sobre la que tanto nos informan los medios.
La lección la tenía sabida, ahora la tengo resabida. Lo primero que salta a la vista es la total o casi total normalidad con la que se vive en esa región, la gente, de forma espontánea habla tanto el euskera como el español sin problema aún es más, por una inmensa mayoría de los que me crucé gana el español, pero no sólo el Bilbao, en pueblos costeros como Bakio, lo que yo escuchaba, entre los que disfrutaban de un txakoli en una taberna o trabajadores que se hablaban a gritos, era español era el idioma utilizado. Por el contrario también, una pareja de amigas paseando por la zona antigua de Bilbao hablando el euskera, o un grupo de matrimonios utilizando igualmente el euskera, sin problemas. Normalidad y convivencia.
No obstante me llamó la atención que la novia de un amigo, con el que estuvimos, aconsejara, cuando este y yo hablábamos de política, que fuéramos a un sitio "más tranquilo". Pues eso, relativa normalidad.
Lecciones históricas
Las lecciones históricas las recibí en Guernica y Sestao. En ambos sitios encontré como el roce del tiempo había dado forma a edificios donde, impregnados de historia se descubrían las sombras y las luces de un pasado regado a base de sudor, lágrimas, sangre, vino, pasión y alegrías. Desde la jura de los fueros (que se hizo en latín y castellano) al ahora, vetusto alto horno de Vizcaya.
Todo ello ha dado lugar a episodios de nuestra historia, porque es nuestra historia, la mía también, que ha irrigado de singularidad aquel tronco del famoso árbol de Guernica o aquella señal de AHV cuyo escudo alumbró al Puerto de Sagunto.
Y digo que es mi historia porque me sentí, estando en Euskadi como si estuviera en mi propia casa, en mi propio país, y es que lo estaba. Y qué diré que sentí cuando vi el alto horno, viejo pero orgulloso, erguido esperando a que lo terminen de restaurar.
Pues bien mi conclusión es que lo único artificial que vi en todos estos monumentos, sobre todo en Guernica, fue el cartel de reagrupar presos. Entonces fue cuando me reafirmé. La historia no demuestra que Euskadi o Cataluña, mucho menos Valencia, tengan que ser independientes, este ingrediente agrio lo han puesto los políticos que se sirven de esa piedra o de ese metal, para aprovechar el enmudecimiento de los personajes históricos para envilecer el pasado en provecho propio.
Por eso ahora más que nunca sigo sin creer en los nacionalismos ni segregaciones, porque los que las encabezan no son quienes para apropiarse de la historia. Porque singularidad no significa división, significa enriquecimiento de otros. Porque, a fin de cuentas, es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.
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