Víctor Arias. B. B.
DEP, Víctor Arias. B. B.
Ha fallecido repentinamente, a los 85 años de edad,
don Víctor Arias Prats, quien en la actualidad era confesor en la Real Basílica
de la Virgen de los Desamparados, y ejerció de secretario particular cuando
gobernó la Diócesis de Valencia monseñor Miguel Roca Cabanellas. Su último
destino pastoral antes de pasar a adscrito a la Capilla de la Virgen fue el
rectorado de la Parroquia de san Esteban mártir, donde se encuentra la pila
bautismal de san Vicente Ferrer, y donde desarrolló una gran labor dentro del
mundo vicentino. Hace un año tuvo una fuerte neumonía, de la que le costó mucho
recuperarse.
Nació en Benicolet. Fue ordenado sacerdote en 1958 y
su primer destino fue el pueblecito de Salem, luego pasó a Albaida donde además
enseñó Religión en el Instituto de Bachillerato. Hizo una gran labor entre la
juventud de aquella época de su vida instando a muchos a estudiar. Luego fue
destinado a Valencia donde se encargó de todas las acciones en favor del
Seminario que tantos problemas económicos en su construcción ha creado a la
Diócesis.
Su carácter afable, de grandes cualidades humanas,
creativo y dotado para las relaciones pública, además de su bondad, resolvieron
muchos problemas con tiros y troyanos, era un gran concertador. A pesar de que
se movía discreto y silencioso por el Palacio Arzobispal, llamó la atención pronto
al Arzobispo Miguel Roca Cabanellas, quien lo fichó como secretario particular
hasta que el prelado falleció en un accidente de tráfico viajando de Madrid a
Valencia con su conductor, quien salió ileso.
Roca Cabanellas estaba tranquilo cuando se ausentaba
de Valencia, pues sabía que dejaba en buenas manos la Diócesis. Recuerdo en un
viaje al que acompañé al prelado a Estados Unidos que siempre tenía en boca a
don Víctor. “No sé lo que hace, pero, aunque esté en medio de la selva en África,
don Víctor me localiza”, me decía. Con don Víctor, Roca Cabanellas comenzó los
primeros pasos para crear la Universidad Católica de Valencia. De hecho, uno de
los motivos del viaje a Norteamérica era ver la Universidad que en Boston
tienen los benedictinos. Fui testigo de una frase que dijo el arzobispo al ver
el campus y que me llamó la atención: “Y nosotros perdiendo el tiempo con procesiones”.
De este cargo pasó a san Esteban, donde se convirtió además en confesor y
director espiritual de sacerdotes por sus cualidades humanas y espirituales,
trabajo que le sobrevino por estar dicha parroquia colindante con Palacio.
Era elegante, humanísimo, detallista, culto,
dialogante y santo. Muy espiritual, muy servicial, muy cumplidor, para nada
funcionario. A pesar de la edad, de la pandemia, del riesgo, todos los días iba
a su confesionario en la Basílica de la Virgen, que no ha cerrado por la
epidemia, sino que sigue abierta. Un
cura del que todos, curas también que ya es raro, hablaban bien, lo tenían muy
bien considerado. Era muy apreciado, querido y respetado. Se distinguía por sus
obras de caridad, llegaba a dar lo que cobraba como sueldo suyo propio a la
gente necesitada, hasta el extremo de que fue reñido en ocasiones por los
arzobispo, pues le faltaba a él para comer. Y ha muerto al pie del cañón, en el
tajo, con las botas puestas, apurando los últimos minutos y talentos de su
vida. Con el afecto y la sonrisa que le eran inherentes.
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