Susana Gisbert. /EPDACasi todo el mundo conoce un caso parecido. Una tía o un tío a los que quieres como si fueran tus padres y a quienes no te une, en realidad, parentesco alguno en el sentido biológico del término.
Mi caso, lejos de ser una excepción, es un ejemplo en grado superlativo. Cuando era pequeña, tenía tan asumido que mi tío Miguel y mi tía Purita eran “tíos de verdad” que cuando supe que no nos unían lazos de sangre me llevé un disgusto tremendo.
Con ellos me pasaba como con los Reyes Magos, que, por más que haya pruebas evidentes de las cosas no son como nos cuentan, no queremos creerlo. Por eso no me resultaba extraño que no compartiéramos apellidos y, algo aún más llamativo, que mis hermanos -mayores que yo y con otra relación personal- no les llamaban “tíos”.
Mi madre, sabia como siempre, solucionó mi disgusto con una frase lapidaria: para ser familia no se necesita tener el mismo apellido ni la misma sangre. Y tenía razón. El tiempo no ha dejado de dársela en cada oportunidad que ha surgido.
En estos días he tenido que decir adiós a mi tío Miguel. El inexorable paso del tiempo puso fin a una existencia longeva. Lúcido hasta casi el último momento y pendiente hasta el final de ella, la mujer que le había acompañado desde siempre y sin la que no concebía la vida, se fue casi sin hacer ruido.
Despedirme de él me ha devuelto por unos instantes a mi infancia, a esa infancia en que le veía cada día compartiendo trabajo y ocio con mi padre y, por supuesto, con toda la familia. Me devolvió a las Nochebuenas de chuletas, villancicos, sidra y licor café, a ese “veinticinc de desembre fum, fum, fum” que nunca faltaba y a la Panderola, el tren que vola de Castelló a Almassora, a cuyo estribillo nos entregábamos en cuerpo y alma mientras la Señora Pepa -la abuela de esta familia sin ADN- rascaba una cucharilla contra la botella de Anís del Mono.
Ya nada será igual, aunque nuestros recuerdos perdurarán por siempre, como perdura el cariño en las siguientes generaciones. Recuerdo que mi tía hubo un tiempo en que albergaba la secreta ilusión de que su hijo y yo nos ennoviáramos, y fuéramos familia “de verdad”. De nuevo mi madre dio con la clave: “¿Cómo van a gustarse como pareja, si los hemos criados como hermanos?”. Y, una vez más, tenía razón.
Hasta siempre tío. Quienes formamos parte de tu familia no te olvidamos.
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