Carlos Gil. Quiso la casualidad que, el pasado domingo, cuando recordábamos el final de aquellas terribles 60 horas del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, acabáramos el día con la noticia de que EH-Bildu aumentaba su representación en el Parlamento Vasco.
Recordaba, en ese momento, el Espíritu de Ermua que, desde aquellos días, se convirtió en una de las armas más potentes que el Estado tuvo contra ETA. Fue entonces un clamor popular quien exigió el final del terrorismo. Aquellos días marcaron un antes y un después en la sensibilización social contra esa lacra que llenaba de dolor, con excesiva periodicidad, las calles del País Vasco y las de toda España. Miguel Ángel no fue la primera víctima de ETA, ni, por desgracia, tampoco la última, pero hizo despertar un sentimiento de repulsa que nadie de cuantos vivimos aquellos días, deberíamos olvidar jamás.
Pero el destino (o lo que sea) tiene sus cosas y quiso que, en este atípico 2020, la conmemoración del asesinato de Miguel Ángel coincidiera con unas elecciones vascas que aportan muy poco al refuerzo del constitucionalismo español y que legitiman, un poco más, a quienes fueron, y nunca renegaron de ello, socios de los terroristas.
Por supuesto, no voy a cuestionar los resultados ni la elección de los votantes (estoy seguro de que otros sí lo harían), pero algo no se debe haber hecho bien, en este tiempo, cuando, en 1997, los españoles pusimos contra las cuerdas a ETA y todos sus socios, y ahora, solo veintitrés años después, quienes entonces anunciaron con antelación y aplaudieron con posterioridad aquella salvajada, se ven respaldados por casi 250.000 votos.
En algún momento, ha podido parecer que aquello no sirvió para nada, que fue una indignación momentánea y que, con el tiempo, se fue diluyendo hasta el punto de que ahora nadie se acuerde de aquellos tiempos en que ETA mataba, secuestraba y destrozaba vidas y familias. No es cierto. Somos muchos los españoles que no podemos olvidar aquellos años. Somos y seguiremos siendo muchos los que no queramos dejar nunca en el olvido a aquellas víctimas que ETA dejó en el camino de la sinrazón.
Se mire por donde se mire, es inmoral que, las ansias de poder de un señor que quiso ser Presidente del Gobierno a cualquier precio, hayan acabado de blanquear aquellos años de terror. La democracia es otra cosa. Implica poner a cada uno en su sitio y recordar que los verdaderos “hombres de paz” lo son cuando respetan a los demás, condenan actos reprobables y defienden la convivencia por encima de todas las cosas. No es solo una triste casualidad. Es la triste constatación de que no todo vale para alcanzar logros personales, especialmente cuando se juega con la dignidad y el recuerdo del dolor de un país.
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