Susana Gisbert. /EPDA Cuando llegan estos días, no puedo evitar que me invada la nostalgia de mi infancia, una infancia donde las vacaciones de Pascua eran de lo más esperado.
Como valenciana, siempre he tenido unas vacaciones diferentes en los tiempos que las del resto de España. En los coles nos daban fiesta desde el jueves santo, y no toda la semana como en el resto del país, pero luego las disfrutábamos durante toda la semana siguiente hasta el lunes de San Vicente. Por eso eran unas vacaciones cundidoras, algo así como un anticipo del verano que vendría dentro de poco tiempo.
Mi infancia pascuera transcurrió sin procesiones -quizás porque ya habíamos desfilado bastante en Fallas- pero no sin tradiciones. Cosas como irnos a merendar a algún sitio, con nuestra cesta de pic nic con longaniza y mona de Pascua, una mona con un huevo de los de toda la vida, que los de chocolate venían aparte.
Y, por supuesto, los juegos. Saltábamos a la comba y volábamos cometas. Siempre envidié a algunas amigas que tenían sus cometas construidas en casa, con sus padres, y que volaban mejor que ninguna. Y, aunque el resto del año me olvidaba de ella, en esas fechas tenía que tener la mía, aunque fuera comprada en un bazar. Entonces ni había móviles ni nadie se imaginaba que llegarían, y la tele tampoco suponía un entretenimiento con demasiadas opciones, con sus únicos dos canales y sus horas limitadas de emisión. Cada año veíamos películas como Ben Hur, Los diez mandamientos, La historia más grande jamás contada o cualquiera cuyo contenido religioso se considerara propio para la época. Incluso hubo un tiempo que en los días grandes de Semana Santa no se abrían cines ni ningún lugar de entretenimiento, que había que rezar por decreto. Ni que decir tiene que esa parte no la echo de menos, aunque me siga invadiendo cierta nostalgia cada vez que veo el anuncio de alguno de esos peliculones.
En las casas se tomaba potaje, y torrijas, y el lunes de Pascua se celebraba una merienda cuya tradición seguimos conservando, con sus huevos duros, que yo pintaba de niña, sus monas, sus panquemados y, lo que más me gustaba -y me gusta-, la longaniza de Pascua. Podría zamparme un montón en un pis pas.
Ahora apenas se ven niños o niñas jugando a la comba, o volando las cometas. Es más fácil aparcarlos frente a una pantalla, sea del móvil, del ordenador o de la tele. Y es una pena. No reniego de la tecnología, pero tiempo hay para todo, O debería haberlo
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