Carlos Gil. / EPDAHace algunos años que se endemonió al bipartidismo y nada bueno nos ha pasado desde entonces. Tendría sus defectos, que no voy a poner en cuestión, pero su principal virtud era no tener necesidad de vender el alma al diablo cada cuatro años. Curiosamente, se hicieron más chistes de aquella respuesta de Aznar según la cual hablaba catalán en la intimidad, que de la visita, pública y publicada, de Yolanda Díaz a Puigdemont para vender el futuro de España a cambio de su “sí, quiero” para la investidura.
Acabadas las elecciones del 23-J y vista la efectividad estratégica de Sánchez para dejarse una puerta abierta a la gobernabilidad, que parecía imposible hasta unas semanas antes, hemos asistido a un proceso de mercadeo de votos sin precedentes, regateando al alza cualquier pretensión de cualquiera que pueda resultar necesario para que el “señor de los espejos” siga en la Moncloa.
Y, paradójicamente, que un señor al que España odia (o, al menos, eso se decía) pueda seguir siendo presidente del Gobierno, ha quedado en manos de otro señor que odia a España. Bien mirado, una frase tan absurda a primera vista podría ser la explicación de un pacto tan antinatura: como odio a España y a los españoles, el castigo es imponernos, unos cuantos años más, este mismo Presidente al que tanto decís que odiáis.
Lo peor es que, una vez más, la negociación con Cataluña deja de lado, si no atrás, las pretensiones de los valencianos. La primera parte de la negociación, inofensiva a primera vista, era la admisión de las lenguas oficiales en el territorio español en los debates del Congreso. Siempre la he considerado innecesaria, habiendo una lengua común y conocida por todos, principalmente por el coste que supone y que, por supuesto, vamos a pagar entre todos los españoles. Pero la afrenta va mucho más allá cuando, en esa relación de lenguas admitidas, se omite el valenciano.
Nuestro Estatuto reconoce el valenciano como lengua oficial en nuestra Comunidad y, por tanto, cumple con los requisitos para ser admitida como el resto de lenguas. No podemos permitir su omisión, ni tan siquiera la denominación inclusiva catalán-valenciano que Ximo Puig quiso negociar con la presidenta del Congreso.
Si no nos valoramos nosotros y no valoramos nuestras señas de identidad, no podemos pretender que otros lo hagan. Si nos plegamos a las exigencias de otras comunidades autónomas, nunca seremos aquello que nuestro proceso de autogobierno pretendió alcanzar. Espero que tomen buena nota los diputados de Compromís y todos aquellos que pretendan votar a favor de este ninguneo. La agenda valenciana tendrá, en España, la relevancia que los valencianos queramos darle. No permitamos que nadie lo haga por nosotros.
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