De
los ingredientes más necesarios a esta historia que todos estamos haciendo, es
la esperanza. No cualquier esperanza. La esperanza cristiana. La que ha sido
capaz de dar en todos los tiempos aliento a los hombres para superar todas las
situaciones. Naturalmente, no hay esperanza sin la presencia de Dios en el
corazón humano, en el centro de la historia. Por eso la esperanza no es algo
anecdótico. Es sustantivo en la vida personal y colectiva. Siempre me
impresionan aquellas palabras del Señor que dice a sus discípulos después de la
resurrección: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación”
(Mc 16, 15). Son
palabras de un dinamismo extraordinario, que motivaron a los primeros discípulos
a salir del solar de Palestina a todos los puntos del mundo conocido de
entonces. Llevaban la presencia de Dios en sus vidas. Fueron sin miedo,
contagiando esperanza a todos los que se acercaban: judíos y griegos, esclavos
y libres, hombres y mujeres, pobres y ricos, pequeños y grandes. Es verdad que
lo hacían con signos, les acompañaban las obras que el Señor a través de ellos
quería hacer para que se manifestara su presencia. Al contemplar sus vidas, he
pensado que lo que mejor podía deciros en esta carta de verano, la última que
os escribo hasta comenzar el nuevo curso en septiembre, es hablaros de la
esperanza.
Y
para hablaros de la esperanza, me he acercado a los discípulos primeros del
Señor y ante ellos me hice esta pregunta: ¿Cuál es la característica, la
experiencia, que les da una manera de ser de fondo de estos hombres? Sin lugar
a dudas, he respondido que la esperanza. Entre otras cosas, porque en ellos he
descubierto que viven la alegría verdadera que nace de sentirse queridos por el
Señor; la oración constante, es decir, el diálogo abierto y sincero con Dios
que les lleva a no olvidar nunca al prójimo; la perseverancia que les hace
fiarse con todas las consecuencias del Señor, en todas las situaciones que
llegan a su vida; la paciencia en todas las circunstancias, porque saben que el
Señor es el que en definitiva triunfa. Y es que os hago esta confesión: la
esperanza cristiana es fuente de alegría, de oración, de perseverancia y de
paciencia. Recordemos aquellas palabras del Apóstol: “Vivid alegres en la
esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración”. El que
tiene esperanza siempre tiene un buen humor y un buen amor de la vida. Y lo
expresa en las cuestiones pequeñas y también en las grandes, de tal manera que
sabe penetrar con una hondura especial en las diversas circunstancias que la
vida misma lo sitúa. La esperanza es inseparable de la fe y del amor. Sin la
esperanza el riesgo es convertir la fe en ideología y el amor en una
organización social más.
Un
cristiano sabe que la esperanza le viene de Dios. Y se le ha mostrado de una
manera singular en Jesucristo. En momentos y situaciones como las que estamos
viviendo, donde la desesperanza y la desilusión se hacen presentes en la
historia de los hombres, se ha de entregar con más fuerza lo que el Señor nos
ha regalado, la gracia de la esperanza. Se trata de ir al mundo a caminar con
los hombres y entregar a cada uno lo que necesita, pero de aquello que entrega
Dios y que colma la vida y la existencia. Quien vive en la esperanza, sabe que
la tiene y la vive para los demás. Y sabe, además, que es un gran servicio y,
muchas veces, un gran sacrificio el que tiene que hacer para ejercerla. Porque
tiene que dar esperanza como lo hizo Jesucristo, hasta el don de su vida misma.
La esperanza es fuente de amor y servicio al prójimo. Para los cristianos, ¡qué
bueno es saber que quien cuida de uno es el Señor! Por eso, para quien no tiene
que tener cuidado de sí mismo, la angustia no existe. Puede haber –y es
legítimo que existan– preocupaciones pero, en última instancia, en el Señor se
cambia de sentido y de profundidad. Ni lo presente ni lo inminente, ni la vida
ni la muerte, son superiores al hombre que se ha confiado al amor de Dios que
se ha mostrado en Jesucristo.
¡Qué
maravilla poder ser portadores de esperanza! Hay que anunciar a Jesucristo. Hay
que dar a conocer al Señor con todas nuestras fuerzas. Porque como nos dice el
Apóstol San Pablo en la carta a los Romanos, “nadie que cree en Él, quedará
defraudado”. Y, por otra parte, añade, “¿cómo van a creer, si no oyen hablar de
Él? Y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?... ¡Qué hermosos los pies de
los que anuncian el Evangelio!” (cf. 10, 5-21). Anuncia la paz del Señor,
anuncia la esperanza que trae Él y solamente Él. Tienes este mes por delante
para ser pregonero de esperanza, de la que viene de Cristo y se hace carne en
esta historia. Nada más ajeno a la esperanza que el resentimiento, la agria
seriedad, la angustia perenne, la incapacidad para la alegría, el ensimismamiento,
que muy a menudo desemboca en amargura y en desprecio del prójimo.
Sed
en este tiempo hombres y mujeres de esperanza. Es cierto que es un don que nos
da el Espíritu Santo. En la Iglesia recibimos el Bautismo en el que nos son
dados, junto con la gracia y las otras virtudes teologales, los dones del
Espíritu Santo. Pues si el Bautismo engendra la esperanza, es en la Eucaristía
donde la alimentamos y la acrecentamos. Sed hombres y mujeres que renováis
siempre la esperanza en la celebración y en la adoración de la Eucaristía. La
fe funda la esperanza y el amor la acrecienta. Solamente esperamos aquello a lo
que creemos y solamente nos confiamos a aquello que amamos. Creemos en Dios y
amamos y nos dejamos amar por Dios. Por eso, una generación que no ama a Dios o
lo retira y arrincona, también a la larga retira al prójimo de su lado o, por
lo menos, hace distinciones entre unos y otros dependiendo de gustos, ideas y
aficiones. Y esa generación pierde la esperanza. No hagamos una generación sin
esperanza, ni engendremos una historia sin ella. La carencia de amor de Dios y
de amor al prójimo, tal y como nos ha enseñado y revelado Jesucristo, es la
causa de la pérdida de la esperanza en la vida de los hombres.
Este
es un tiempo para entregar esperanza y para pensar y vivir en esperanza. El
discípulo de Cristo no vive de sus propias esperanzas o desesperanzas, sino que
vive confiado a la promesa del Dios fiel, misericordioso. Vive sabiendo que
Dios es capaz de acoger la vida del hombre que se fía de Él con todas las
consecuencias. Y, por eso mismo, Él le sustrae de la muerte, le perdona, pero
sobre todo le da su propia vida divina. Por eso el contenido de la esperanza es
Dios mismo. En el Dios que nos ha sido revelado por Jesucristo, encontramos el
fundamento de la esperanza. La esperanza es inseparable del amor solidario. Por
eso, hoy más que nunca hay que mostrar la esperanza haciéndonos solidarios por
amor de todos aquellos que pueden estar en situación de perderla. Se nos
presenta un tiempo bueno para entregar esperanza. Hay que darla siempre
teniendo la actitud de María que se resume en estas palabras: “Hágase en mí
según tu palabra”.
Con
gran afecto, os bendice,
Carlos Osoro
Comparte la noticia
Categorías de la noticia