El exministro José Luis Ábalos, durante la rueda de prensa que ofreció en el Congreso. EFE/Zipi Aragón
Puede que el asombro ante lo monumental resida en su entereza frente
al devenir de los tiempos.
Por eso, uno mira a Ábalos como mira a la Gran Pirámide de Guiza o al
templo de Kukulcán. De un lado, proyecta esa fascinación al
preguntarse qué no habrá visto suceder a su alrededor. De otro,
despierta esa envidia casi trascendental que nos sacude al admirar algo
que nos va a sobrevivir.
Ábalos tiene ese halo de tótem tribal al que sólo puede hacerle sombra
un gran árbol. Y, para esto, Koldo. El espigado portero vasco. Una
versión viciada del mítico “Chopo” Iríbar que, si bien no nos ha brindado
una Eurocopa, supo custodiar con éxito un saco de avales para que el
gol se lo metiese Sánchez a su partido.
Koldo acompañaba a su jefe como un Mocito Feliz de gesto adusto. Un
guardián de penúltima pantalla de videojuego con aspecto de reservoir
dog sin plancha. Un apéndice del que ahora cuesta despegarse porque,
aunque a veces duelan, a los órganos se les coge cariño.
Ábalos empieza ahora a escribir el prólogo de su propio “Manual de
resistencia”. Con sus alusiones a la ética de quienes le señalan y a las
respuestas que dice guardar como seguro, le lanza un órdago al aparato
del que siempre ha sido su partido. Mientras, el aparato sobreactúa
como si sus líderes no fuesen los urdidores, o beneficiarios, del órdago
que el mismo Sánchez lanzó al mismo aparato en el año 2017.
El armazón del PSOE puede ser una estructura impugnable o un puño
de hierro inobjetable, pero no las dos cosas a la vez. El aparato
sobrevive, sí, pero también lo hace el apestado. Y aquellos que no
hemos conocido una política sin Ábalos nos preguntamos si habrá
política después de él.
Si los mosquitos mueren entre aplausos, hoy pueden sobrevolar
tranquilos la figura de Ábalos. Ya nadie aplaude. Ya no resuenan las
loas a los ganchos y crochets que propinó a Mariano Rajoy en la moción
de censura de 2018.
La sinfonía estrepitosa, como de martillo neumático, la reproduce ahora
el ministro Óscar Puente. Donde un día hubo un músico mediocre, hoy
no hay más que un notas. La degeneración, como la belleza, puede ser
dilatante y eterna.
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