Susana Gisbert./EPDA
Pocos
cásicos del verano tan típicos como los helados. Da igual el tiempo que pase, las
modas que se impongan o las costumbres del lugar. Un helado siempre es una
buena opción para los días de calor.
Pero que los helados siempre estén ahí
no quiere decir que siempre sean iguales. Nada de eso. Y no solo no son iguales,
sino que dependiendo de cuáles eran los helados de la infancia, se reconoce perfectamente
la generación a la que se pertenece.
Yo, por ejemplo, soy de la generación
del Colajet. Adoraba aquellos polos de limón y cola con punta de
chocolate y forma de cohete. Además, si las cosas venían de cara, traían una
sorpresa en el palito que podía ser un helado gratis. Lo mejor que te podía
pasar en aquella infancia sin móviles ni pantallas.
Otro imprescindible de la época era el Apolo.
O el Cornete, la versión de otra marca. Aquellos cucuruchos dulces de
varios sabores eran más caros, pero se prodigaban en celebraciones y días de fiesta,
que no se diga. Y luego estaban los espectáculos o las playas donde el heladero,
con su nevera portátil, gritaba “hay bombón helado” en un soniquete que se ha
quedado por siempre en nuestro disco duro.
Así quien me lea y sepa de qué hablo,
sabrá perfectamente que soy de la generación Boomer o de la X.
No son los únicos helados que marcaron
época. También están los que se refrescaban con un Frigodedo o un Frigopie
y, por supuesto, con un Calipo. Sin olvidarme helados que ha acabado
convirtiéndose en un tipo: el Maxibon, el Frac, el Magnum.
Algo parecido a lo que sucedió antes con una tarta llamada Comtessa, que
hasta se servía de postre en las bodas.
Ignoro si los niños y niñas de hoy se
identificarán con un tipo de helado, aunque creo que no les hará tanta ilusión
como nos hacía llegar al palo del Colajet, o chupar a puntita de chocolate.
Pero lo cierto es que hay tantas variedades, con tantas posibilidades -sin azúcar,
sin gluten, sin lactosa- que es difícil que puedan identificarse con una. Si es
quisieran, que también lo dudo.
Y es que no pudo evitar ponerme
nostálgica en cuanto llega el verano. Me acuerdo de las cosas que hacía de
niña, y sonrío. Y sonrío más aun recordando las que hacían mis hijas. Señal inequívoca
de que me hago mayor. Y de que me siguen gustando los helados. Tanto como a la
niña que fui
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