Carlos Gil.
No
soy yo quien para escribir un obituario a Rita Barberá. Su forma de
hacer las cosas hace innecesario que se escriba sobre su figura para
que se le recuerde. Se bastó ella sola para hacerse un hueco en ese
recuerdo y en la historia de una ciudad que le debe, y le deberá
siempre, haber entrado en la modernidad por la puerta grande.
Es
cierto que, en este mismo medio, publiqué hace unos meses mi opinión
acerca de que el mejor paso que podía dar era hacerse atrás y dejar
la política activa. No la necesitaba para seguir viviendo y, quizá,
nunca lo sabremos, hubiese podido evitar este trágico y prematuro
final.
Muchos
son los que han querido arruinar, en tan solo unos meses, una
reputación ganada durante veinticuatro años. Una vez más, los
medios de comunicación, erigidos en poder judicial, sentenciaron,
sin juicio previo, una imagen que tenía más contrapartidas
positivas que negativas. Pero mil presuntos euros, que nadie ha
podido aún demostrar, y una tarde decaloretno
pueden tapar una gestión de gobierno cercana, seria, sólida y
coherente como la que dirigió Rita Barberá. La memoria a corto
plazo puede ser cruel, pero es seguro que la historia acabará
consolidando una imagen bien distinta de la que se ha querido hacer
de ella en estos últimos meses. Veinticuatro años son tiempo
suficiente para tener aciertos y cometer errores, pero hay muchas más
luces que sombras y la evolución de la ciudad queda y perdura para
que siga siendo reconocida y admirada por quienes,
continuamente, nos visitan.
Rita
Barberá ha cogido el camino del único Juicio al que ella tenía
claro que debía someterse, el que reconocerá, sin intermediación
mediática, lo que hizo en su vida a favor de la evolución de
Valencia y del bienestar de los valencianos. Que descanse, desde
ahora, en esa paz en la que no se le dejó vivir en los últimos
años. Hasta siempre, Rita.
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