José Aledón Esbri /EPDA Debo confesar – y confieso – que soy un gran admirador del arte de Segrelles. Aún tengo fresca en la memoria la impresión que me causó ver, con solo 14 años, parte de los originales que pintara el maestro para ilustrar una edición de lujo de “El Quijote”, creo que fue en la desaparecida Galería San Vicente en 1966.
Segrelles, ferviente católico, tuvo que pasar por las horcas caudinas de la intolerancia política en dos ocasiones: la primera en el verano de 1936 en su Albaida natal, cuando, triunfante la revolución y su corolario iconoclasta, para salvar su vida – le acusaron de fascista - tuvo que “aceptar” su incorporación como perito en obras de arte, en una sección de requisa, es decir, tenía que decidir qué objetos y obras religiosas debían ser quemadas – la mayoría de ellas – y cuales, por su valor intrínseco ser indultadas del fuego – una ínfima minoría – .Consiguió salvar con pintorescas triquiñuelas, entre otras, la imagen de la patrona de Albaida: la Virgen del Remedio.
La segunda – ésta mucho más llevadera y, para su sorpresa - ocurrió cuando, vencedores los antiguos perseguidos, le acusaron de rojo e incendiario por su labor durante la revolución. Le costó lo suyo salir indemne de la acusación, teniendo que demostrar su inquebrantable adhesión al nuevo régimen. Lo hizo y, como recompensa, las nuevas autoridades le solicitaron aportaciones artísticas, como fue el caso de Adolfo Rincón de Arellano, a la sazón Jefe Provincial del Movimiento Nacional, que le invitó a participar en la I Exposición de Arte Mediterráneo de la posguerra, aportando su obra “Composición”. La Delegación Provincial de Juventudes le encarga un cuadro con el lema “Por el Imperio hacia Dios”. Fue nombrado también miembro del jurado calificador de carteles del nuevo diario “Levante”… En noviembre de 1939 toma también posesión de una Cátedra en la Escuela Superior de Pintura, Escultura y Grabado de Valencia.
Además de lo anterior, pinta un retrato de Franco rodeado de su guardia mora con destino a la sede del Gobierno Civil de Valencia – que presidía un militar -. Enterado Franco de tal hecho a través de Ángel Ezcurra Sánchez, presidente de la Asociación de la Prensa de Valencia y de Ramón Serrano Suñer, cuñado de su esposa, le manifiesta el deseo de conocerlo personalmente y de posar para otro retrato suyo si así lo desea. De tal deseo surge un óleo ecuestre del dictador, destinado a presidir el Salón de Sesiones del Ayuntamiento de Valencia, que permaneció allí hasta la llegada de la Democracia. Aún pintó Segrelles un tercer retrato de Franco depositado hoy en el Museo Histórico Militar de Valencia.
Después de este prolijo y farragoso preámbulo pregunto: ¿Qué méritos concurren en mi admirado José Segrelles Albert para tener su efigie plasmada – pagada con dinero público – indeleblemente en una fachada del Canyamelar (calle de Vicente Gallart. Arcipreste): ¿su arte?, ¿su vinculación (nula) con el barrio? ¿su pasado franquista…?
Quien creo que sí merece un mural en ESE MISMO LUGAR es nuestro paisano Josep Renau Berenguer (1907-1982), de origen cañamelero (del cual presumía. Su familia vivía en 1915 en la calle José Benlliure 190, en el Cabanyal), nada franquista, más bien todo lo contrario (fue militante comunista hasta su muerte, no volviendo a España hasta 1976), quien organizó la evacuación de las principales obras del Museo del Prado hasta Valencia (acabando al final de la guerra en Ginebra, Suiza) para preservarlas de los bombardeos, conocido mundialmente y cuya obra legó “al pueblo valenciano”.
¿Para cuándo un mural dedicado a él en el Canyamelar?
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