Debería ser imposible, pero sucede en demasiadas ocasiones que la justicia no es justa. Ocurre en todos los ámbitos de la vida, confirmando la imperfección inherente al ser humano. Los jueces, como personas que son, por mucho que estudien, también se equivocan.
Eso en el mejor de los casos, porque cuando se trata de jueces en cuyas manos caen casos enjundiosos, bien sean de políticos poderosos, bien sean de empresarios que no tienen para pagar a sus empleados, pero sí para costearse una buena defensa, entonces la justicia se pone la venda en los ojos. ¿O no recordamos casos de políticos que han provocado una estampida de jueces que no se atreven a llevar sus casos?
El poderoso encuentra, no siempre, pero sí en ocasiones, el hilo del que tirar para conseguir una sentencia favorable. Si es un chorizo que ha robado demasiado y el caso ocupa titulares en los medios de comunicación, entonces el correctivo ejemplarizante es mayor. Si, además, el presunto ladrón es un alcalde y su novia una famosa tonadillera, más popular por sus escándalos que por sus canciones, entonces el morbo folletinesco invade nuestras casas por tierra, mar y aire -televisión, prensa, radio e internet-, las 24 horas del día.
Pero la peor de las injusticias es la de la lentitud. Y en España, la burocracia y la falta de medios, convierten a la justicia, no en una tabla de salvación, sino en una putada muy grande, con perdón.
Ser imputado ya es, de por sí, estar condenado. Y ser presunto, peor todavía. Por ello, para que de verdad los ciudadanos creamos en la justicia, ésta debe resolver los casos en semanas o en meses y no en años. Porque los pobres e inocentes sufren mucho hasta que llega la sentencia. Y porque los delincuentes de guante blanco -políticos corruptos, empresarios chanchulleros- tienen tiempo suficiente para destruir pruebas. Y así nos va.
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