Blas Valentín./EPDAEn la Comunitat Valenciana, tres de cada diez jóvenes menores de 25 años están en paro: la tasa juvenil alcanza el alarmante 30,4%, frente al 11,5% que sufre el conjunto de la población activa.
Según la EPA del primer trimestre de 2025, España registra un 25,5% de paro juvenil. Andalucía (34,3%) y Extremadura (41%) encabezan la lista de regiones más golpeadas; en Ceuta y Melilla supera el 58%.
En la provincia de Jaén, uno de cada dos menores de 25 encadena contratos temporales, la tasa de paro roza el 38% y la brecha salarial entre jóvenes según género alcanza casi los 2.900 euros anuales.
En la Comunitat Valenciana apenas un 14,1% de los jóvenes se ha emancipado. La razón cobra forma en números: un joven debe dedicar el 94,5% de su salario neto al alquiler, y necesita ahorrar casi cuatro años de sueldo solo para pagar una entrada de compra.
En el conjunto de España, el panorama no es menos severo: solo un 15,2% consiguió independizarse en el segundo semestre de 2024, mientras que el alquiler devora el 92,3% del sueldo mensual y la compra de una vivienda exige varios años de salario íntegro.
La precariedad juvenil no surge de la nada. Sus raíces son múltiples: un mercado laboral que exprime, una vivienda inaccesible, una política que improvisa. Pero en este paisaje hay una herida adicional: la educación, que debería ser defensa y ascensor, ya no enseña ni protege.
Lo dije en estas páginas de El Periódico de Aquí al hablar de El simulacro educativo: se reparten títulos con facilidad, pero detrás no siempre hay conocimiento ni oportunidades. Lo que antes era pasaporte a la independencia es ahora, en muchas ocasiones, papel mojado que no abre puertas ni garantiza estabilidad. La escuela pública ha dejado de corregir el origen social: ya no eleva, confirma. Sustituye saber por consignas, esfuerzo por bienestar.
La LOMLOE consagró esta deriva: menos exigencia, más flexibilidad, menos criterio. Un sistema que prometía futuro fabrica jóvenes que entran confiados y salen a un mercado que solo les ofrece precariedad.
La juventud de hoy no fracasa por falta de títulos ni de esfuerzo, sino porque el sistema les ofrece un guion sin desenlace. Estudian, trabajan, esperan… y al final solo encuentran contratos temporales, alquileres imposibles y un futuro que siempre se aplaza. El resultado es una generación que vive en suspensión: preparada y titulada para aspirar a más, pero condenada a menos. El talento se exprime, se desgasta y se descarta.
Y ahí está lo más grave: cuando se desmorona la promesa de que el mañana será mejor, lo que se precariza no es solo el trabajo, sino la esperanza.
A veces, viendo las cifras de paro en Andalucía o Extremadura, pienso que lo único sensato sería decirles a mis alumnos que se hagan opositores de lo que sea. No es un consejo: es una ironía amarga, pero también una certeza. El sistema no les reserva otro camino digno.
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