Susana Gisbert. /EPDAParece
mentira, pero están a punto de cumplirse dos años del día que dio
la vuelta a nuestras vidas como un calcetín. Un tiempo que, por un
lado, parece haber pasado rápido, y, por otro, se nos ha hecho
eterno. Un tiempo marcado, sobre todo, por unos cambios aparentemente
imperceptibles, pero que han ido variando nuestras costumbres y
nuestro modo de pensar.
El
mazazo fue tremendo, bien lo recordamos en Valencia, donde, por
primera vez desde la Guerra Civil, se suspendían unas fallas. Pero
no de cualquier manera, sino con los monumentos ya en la calle y la
mitad de mascletaes
y otros actos celebrados. Todo el mundo pensábamos lo mismo: si
suspenden las Fallas, la hecatombe debe ser de órdago. Y así era,
aunque entonces ni siquiera éramos conscientes de lo que suponía.
Con
toda disciplina, y con un miedo que no nos cabía en el cuerpo, nos
encerramos en casa. Las ocho de la tarde se convirtió en el momento
máximo de nuestros días, cuando salíamos a los balcones a aplaudir
a los sanitarios, y a socializar un poco, que buena falta hace. Por
aquel entonces, teníamos el convencimiento de que si cumplíamos
escrupulosamente con las normas, recuperaríamos nuestras vidas en un
periquete. Cuántos textos dedicamos por aquel entonces a los abrazos
pendientes, a esos que nos íbamos a dar no más pudiéramos salir de
casa.
Pero
nuestro gozo en un pozo. Resultó que la normalidad que recuperábamos
no era una normalidad como la de toda la vida, sino una versión
light en la que mascarillas, restricciones y distancia eran
imprescindibles. Y, por supuesto, nada de abrazos ni de besos. Habría
que dejarlos para más adelante.
Luego
llegaron las vacunas. Y creímos que ahora sí que sí, que ya
podríamos retomar todas esas cosas que quedaron en suspenso. Pero,
más allá de dar muchos de los abrazos que teníamos pendientes, con
la convicción de que las vacunas nos convertían en inmunes, de
nuevo otro palo. Las vacunas no inmunizan, solo suavizan la
enfermedad. Y, para que no dudáramos de esa afirmación, una ola
tras otra barría nuestras esperanzas.
Confieso
que en septiembre, con la celebración de esas fallas eternamente
diferidas, llegué a pensar que esto se acababa de verdad, que ahora
era en serio. Craso error que vendría Ómicron a demostrarme con
prontitud. Los contagios volvían a multiplicarse y todo el mundo
teníamos a alguien cercano contagiado.
Ahora
parece que el virus va cuesta abajo y la ilusión cuesta arriba.
Ojala no cambie y por fin recuperemos la normalidad. Pero la de
verdad
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