Vicente Cornelles Castelló. /EPDA Como Laoconte y sus hijos devorados por las serpientes, Castellón está siendo engullida desde hace muchos años por la marginación, el olvido y la indiferencia. El ‘meninfotisme’ y el servilismo político, han aniquilado la que fue siempre liberal ciudad donde el diálogo y la tolerancia se hacía palpable (Azorín la llegó a calificar como capital cultural de la Comunidad Valenciana y Baroja se deshizo en elogios cuando la visitó). Una situación que no viene de ahora. Durante décadas la sensación de indefensión que sufren los castellonenses no es algo subjetivo y delirante, es real, es la verdad, es el contratiempo que impide a la capital de la provincia avanzar.
Los poderes públicos poca atención han prestado para hacer de la antigua villa medieval una urbe de futuro grandilocuente y que pueda codearse con las grandes ciudades de nuestro entorno. O quienes nos representan en las administraciones no pasean por las calles y plazas o, simplemente, se mantienen de perfil y no quieren ver una ciudad desdentada, como en el poema de Gerardo Diego. Porque tiene narices que Castellón tenga la plaza de la estación más fea y degradada de toda España, cuando este recinto tendría que ser el escaparate de entrada más brillante y lujoso para los centenares de viajeros que salen de la puerta de Renfe; no es recibo que la avenida Hermanos Bou presente un aspecto lamentable, en vez de ser un vial hacia el mar de frondosos árboles y espacios de ocio y descanso; no se puede soportar que el centro histórico sea solo un cementerio inmobiliario en cuyas lápidas se lee ‘se vende’ y ‘se alquila’; es inadmisible que la Marjalería lleve cinco años sin que funcione un colector; es un pecado urbano que nobles edificios como el antiguo asilo, los Carmelos, la vieja comisaria, la residencia de suboficiales o la Clínica Santa Teresa estén cerrados a cal y canto entre la especulación urbana y la dejadez sobrevenida por la falta de gestión.
No permitamos que Castellón siga siendo el sacerdote del templo de Apolo cuyo único pecado fue avisar de que el Caballo de Troya era una trampa de los aqueos y rescatemos el orgullo patrio. El orgullo de ciudad.
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