Rafael Escrig.
Creo
que no hay nada más triste ni más desolador, que la imagen de un
viejo parado en una esquina al sol con su bastón su gorra y su
chaqueta, ajada como él, mirando no sé adonde, como esperando
cualquier cosa cuando, en realidad, no espera nada.
Un
viejo así, que no es un viejo por los años, sino por desánimo, por
falta de ilusiones, que no es capaz de distraerse, de aprender, de
ver el nuevo día como un regalo y tratar de adornarlo con el mejor
papel, es la cosa más triste y más decepcionante que podamos ver.
Saramago,
del que siempre recuerdo sus citas y enseñanzas, nos dijo: “La
vejez empieza cuando se pierde la curiosidad”. Esa frase se la
debería repetir cada uno de nosotros por las mañanas, antes de
lavarnos la cara, para recordarnos ese deber que tenemos de continuar
vivos, para no perder nuestra mirada en la nada y dirigirla hacia las
cosas concretas, haciéndonos preguntas sobre todo lo que
desconocemos. Y antes de salir de casa, colgar la gorra y el bastón,
real o imaginarios, en el fondo del armario, ponernos derechos con la
cabeza alta y salir a la calle dispuestos a disfrutar de todo lo que
se ofrece en cada esquina. No esperar a que los días nos arroyen y
la vida que queda por vivir nos pase por encima, sino ir a por ella
decididos y embriagarnos en cada hecho, en cada paso y en cada hora
de ese día, rompiendo así el ciclo monótono de una existencia que
se ha transformado para muchas personas en pesimismo y melancolía.
Mientras
no se haga eso, siempre podremos ver a ese viejo parado al sol en el
banco de un parque, que con la contera de su bastón dibuja en el
suelo, aburrido, las líneas de su hastío. Y esto que, por
desgracia, podemos encontrarnos fácilmente es, como he dicho al
principio, la cosa más triste y más decepcionante que podamos ver.
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