María José Ros. EPDA Nacimos cuando el franquismo daba sus últimos coletazos. Somos hijos de aquella generación que vino al mundo en la posguerra española, que supo lo que es el hambre, la ausencia de libertad y el sometimiento. Nuestros padres trabajaron duro para lograr salir adelante con lo mínimo, sin apenas derechos y con un futuro incierto. Ellos nos inculcaron que debíamos estudiar para ser “mujeres y hombres de provecho”, para que nuestras condiciones de vida fueran mejores que las suyas; nos enseñaron a ser independientes, críticos, inconformistas; nos ayudaron a valorar todo lo que teníamos. Y les hicimos caso.
La coyuntura social y política facilitó mediante el sistema de becas que pudiéramos tener acceso a la universidad. Fuimos, en muchos casos, los primeros miembros de la familia con estudios universitarios. El orgullo de nuestros progenitores. Nos adaptamos a los tiempos dejando en el altillo del armario las viejas Olivetti para sustituirlas por los ordenadores de mesa y lo hicimos con naturalidad. Chapurreamos algún idioma e incluso cursamos algún máster. No dudamos en compaginar los estudios con algún trabajo para colaborar con la economía doméstica ni en realizar prácticas sin remuneración. En la mayoría de los casos, el esfuerzo tuvo recompensa y antes de los 30 conseguimos nuestros primeros contratos. Lo que nuestros padres nos dijeron se estaba cumpliendo: recibíamos un salario por ejercer la profesión que nos gustaba.
Pasada la barrera de los 30 nuestra vida estaba encarrilada, por lo que decidimos formar una familia y ceder a la cultura de la propiedad adquiriendo una vivienda con un préstamo hipotecario a 25 o 30 años. Nos sentíamos seguros porque disponíamos de un valor que cotizaba en el mercado laboral: la experiencia. De repente, el tren frenó en seco. Nos apeamos en una vieja e inhóspita estación. Perdimos esos trabajos “estables” en el ecuador de nuestras vidas: los 40 años.
La experiencia dejó de cotizar y esas arrugas incipientes se convirtieron en un valor a la baja para las empresas. Invisibles para el mercado laboral e invisibles para la administración. Ni somos jóvenes para que nos diseñen un plan de empleo ni somos lo suficientemente mayores para tener derecho a una prestación. Estamos en tierra de nadie. Muchos días, lo único que vemos al fondo de la vieja e inhóspita estación es un túnel oscuro y sin salida por la sensación de que nunca más volveremos a encarrilar el tren.
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