Mano señaladora de Castellón. / EPDAEn pleno corazón de Castellón, allí donde hoy la vida discurre entre cafés, paseos, conversaciones y rutinas urbanas, la fachada del Ayuntamiento guarda un pasado que pocos recuerdan. En ese mismo pórtico, durante casi medio siglo, colgó una mano mutilada. Un fragmento humano convertido en advertencia, un gesto de poder que se transformó en símbolo sombrío de la ciudad.
La historia se remonta a los años convulsos de la Guerra de la Independencia. En 1808, cuando las tropas napoleónicas se extendían por la península, Castellón se vio envuelta en una ola de ira popular. El gobernador militar, acusado de connivencia con los franceses, fue asesinado en plena revuelta. La violencia desatada derivó en saqueos, liberación de presos y un clima de desorden que inquietó a las autoridades. La respuesta fue rápida y despiadada: varios implicados fueron arrestados y, como recordatorio perpetuo de la represalia, una mano amputada fue colgada bajo los arcos del Ayuntamiento.
Aquella extremidad convertida en estandarte no era un simple trofeo macabro. Era un lenguaje simbólico, un mensaje que todos podían leer sin necesidad de palabras: el poder tenía la capacidad de cortar y señalar, de advertir a quienes osaran desafiarlo. La ciudad, obligada a convivir con ese símbolo, veía cada día cómo la oscilación de la mano en el aire se convertía en una lección de obediencia colectiva.
Lo sorprendente es que aquella reliquia del miedo permaneció allí durante décadas, hasta bien entrado el siglo XIX. Nadie se atrevía a retirarla, y con el tiempo su presencia dejó de ser un hecho excepcional para convertirse en parte del paisaje cotidiano. La costumbre anestesia incluso lo monstruoso, y así la mano señaladora fue integrándose en la memoria urbana como un recordatorio silencioso de lo que ocurre cuando el orden se rompe.
Hoy, el visitante que se detiene ante la fachada del Ayuntamiento difícilmente sospecha la existencia de este episodio. Las piedras, sin embargo, guardan en su memoria aquel símbolo. La mano ya no está, pero su sombra parece latir todavía entre los muros, como si en la rutina de la plaza quedara suspendida una advertencia ancestral: la historia no siempre se escribe con tinta, a veces se escribe con cuerpos.
Rescatar este recuerdo es rescatar también la parte oculta de nuestra memoria local. No para glorificar la violencia, sino para entender cómo el miedo se convirtió en instrumento político y en cicatriz cultural. Y porque, al fin y al cabo, cada ciudad guarda en silencio sus propios fantasmas.
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