Se encontraba sentado en la arena. La playa estaba desierta. A lo lejos, un perro saltaba alrededor de su amo mientras este levantaba lo que parecía ser un palo o una madera, quizá, traída por la marea.
El día era claro, con esa luz propia de la primavera. Esa luz de vida que recupera fuerzas, que hace que el organismo se reactive y una brisa suave de levante refrescaba lo suficiente como para que el astro rey calentara pero no abrasara.
Miraba al horizonte sin perder de vista el vaivén de la marea que mecía las angustias vitales y las transformaba en problemas a resolver. Y el azul del cielo, reflejado en el agua se confundía allá donde el mundo acaba. Tan solo pequeñas salpicaduras de blanco en forma de nube daba cierta perspectiva.
El la recordó y al hacerlo, un leve suspiro se asomó por su boca. Un pequeño lamento del alma que aún hacía mella en la pérdida, en esa pérdida.
Cogió un puñado de arena y lo fue dejando caer poco a poco como si de un reloj se tratara, cada grano caído es un mundo, y cada mundo una historia y ahí estaba él intentando desentrañar cada historia como si la suya ya no importara.
Abrió el puño y la dejó caer toda. Aún no se explicaba cómo era posible haber llegado a esta situación, él que de joven se comía el mundo y de pronto el mundo se hizo incomestible. Tantas ilusiones y tantas expectativas frustradas, nunca hay tiempo y cuando hubo tiempo no había dinero y cuando hay tiempo y dinero, ella ya no estaba.
Volvió a suspirar pero, esta vez, más que un suspiro fue un lamento. La recordaba joven, guapa, alegre, vivaz con ese toque de sana locura que la hacía imprevisible, con esa alocada visión de los veintitantos años.
Ese amor de besarse bajo la lluvia de verano y de correr, después, a refugiarse para seguir besándose.
Fue muy fugaz, aún no se explicaba como aquel coche no la vio cruzar la calle y en un instante, todo acabó. Toda la ilusión, la fe, la vida, Dios…todo se pone en duda porque la vida te da ese vuelco. Se estremeció.
De repente el perro, antes una sombra en la lejanía, apareció delante de sus ojos, como una exalación, en busca del palo lanzado con fuerza por su amo. Era un labrador, que, al pasar delante de él, paró en seco y, moviendo el rabo y agachando levemente la cabeza, se acercó. Lamió su mano y se la pasó con dulzura por el lomo acariciando su pelo mientras esbozaba una sonrisa.
“Kimba, ven aquí y no molestes”- dijo el amo. El perro, dócil, dio media vuelta y siguió el tranquilo caminar de su dueño.
Volvió a levantar la mirada hacia el horizonte, esta vez un barquito con su vela surcaba, plácidamente, el mar dirección al puerto deportivo que se encontraba a más o menos una milla.
Fugazmente le pareció volver a ver su rostro dibujado en las nubes que, con cierta gracia parecían perfilarlo como obedeciendo a una orden del espíritu.
De pronto una mano se posó en su hombro: “¿estás bien?” dijo una voz aterciopelada y dulce.
Giró la cabeza y ahí estaba. La imagen de la nube se disipó de repente y el recuerdo de su antiguo amor se desvaneció.
“Si”- respondió el con una leve sonrisa.
Entonces se incorporó, se sacudió la arena que se había adherido a su pantalón baquero yla besó.
Se dieron la mano y empezaron a caminar hacia las dunas y después hacia la carretera, porque, a fin de cuentas, como dice el dicho, la vida es aquello que te va sucediendo mientras planeas hacer otras cosas
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