Verónica Alarcón. EPDA. Allá por finales de 1989, principios de los noventa, yo tenía la edad de mi hijo el mayor, que pronto completará los cinco dedos de la mano. Por aquél entonces el mundo se conmovía con la caída del muro de Berlín al tiempo que el dictador iraquí Saddam Hussein urdía un maléfico plan.
España tampoco se quedaba atrás en recibir su dosis de terror de la mano de aquellos etarras que se creían invencibles o la masacre en un pueblo extremeño, cuatro meses antes de que mi hermano cumpliera los 3. Hoy ha sido un día intenso. Mi pequeña ha cumplido un año. Y sí, lo hemos celebrado como toca: en casa, los cuatro y… cheesecake casero. Mateo ya se encargó de recordármelo esta semana: “What’s a party without cake, mommy?”. El pobre sabe que yo no soy muy dada a la cocina y, si bien este año ha dejado a nuestra familia incompleta, la ocasión merecía la pena. Por cierto, aunque los sobres de cuajada Royal estén caducados desde hace meses, funcionan igual de bien.
Yo ya no sé qué es más agotador, convivir con el virus o normalizar la infancia con él. Salvando las distancias, a menudo me viene a la cabeza Roberto Benigni con su pijama de rayas interpretando la realidad para evitar el sufrimiento de su retoño.
Con cuatro años, el mío ha intentado comprender la muerte en varias ocasiones: la primera, en pleno confinamiento extremo, en uno de esos 45 días en los que jugamos al veo veo a través de la ventana.
“Mommy, is daddy going to die?” “Why do you say that, darling?” “Well, he’s going out to work and the virus is out there. We can’t go out because people are dying”.
Ya ha pasado un año de aquello. El primer año de Claudia, quien ha dado sus primeros pasos en los parques mientras la policía precintaba los toboganes y su hermano jugaba a los paleontólogos, excavando para encontrar huesos de dinosaurios.
Tendríais que ver lo felices que son. Como los niños de entonces, pese a ETA, la guerra del Golfo o Puerto Hurraco.
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