Héctor GonzálezNo voy a disertar sobre las elecciones. Respecto a ese tema, a estas alturas y sin haber vivido todavía la emoción del desenlace -más decisivo para nuestra vida que el tan comentado de Juego de Tronos- de este domingo, ya disponen de abundante información en este medio y en otros muchos para haber tomado la decisión de a quién tienen que votar. Al respecto solamente apunto dos cuestiones que escribir: animar a votar y a hacerlo en positivo, no porque les digan que si llega tal partido se producirá una especie de hecatombe, sino pensando que la formación a la que respaldan acometerá medidas interesantes para mejorar su ciudad.
Y ya que nos hemos centrado en cuestiones urbanas, voy a incidir en la cara cosmopolita que se le está quedando a Valencia. Ha pasado en una década de ser un tesoro geográfico desconocido para la inmensa mayoría del orbe, donde las Fallas resultaban unas perfectas ignoradas para sorpresa de los valencianos que preguntamos cuando viajamos, a resultar una ciudad enormemente demandada para residir por toda suerte de europeos, norteamericanos y cada vez más asiáticos.
Para comprobarlo basta sentarse en un banco de la plaza del Ayuntamiento de Valencia en estos días en los que el sol ya empieza a calentar lo suficiente como para darle buen tono a la cara. Un sunbath, como lo denominarían algunos de los foráneos que se sientan allí a lo largo del día. Precisamente esta misma semana tuve ocasión de compartir asiento de banco con una canadiense de Montreal. No sé ese detalle porque intercambiáramos impresiones. Ocurrió de este modo: me senté aprovechando unos minutos libres y, al poco, vino ella y tomó también asiento. No le faltó tiempo a un danés para acercarse a dialogar y, después de iniciar la conversación preguntándole si es de Valencia, invitarle a una fiesta erasmus. Todo ello tras pedirle el teléfono y mostrar sus lamentos ostensiblemente -eso sí, con una sonrisa enmarcando sus labios- cuando la chica, por si acaso, ya dejó caer que su novio vive en Valencia y que está aquí por él. De todas formas, la invitación le cayó igual. No se arredró el danés. Y yo, al lado, de mudo testigo involuntario. También curioso. Ya que estamos.
O igualmente sirve de muestra sentarse en el concurrido y lúdico Mercado de Colón. O en el de Jorge Juan, donde sí que tuve la oportunidad esta semana de disfrutar de una sesión de intercambio inglés/español con una alemana, un norteamericano y dos inglesas. Entre los temas de conversación, quién saca la basura en cada casa. Las británicas, ambas londinenses, se sorprendían de la recogida diaria de los desperdicios que llenan los contenedores de Valencia. En la capital inglesa, según decían, pasan los camiones una vez a la semana. Sea invierno o verano.
También destacaron la elegancia de las mujeres valencianas. Cómo se arreglan y se acicalan. La señora alemana comentó que en su Berlín natal la vestimenta habitual para salir es el chándal. Y que de pintarse los labios, poco o nada. En fin, ese fue su ¿sorprendente? testimonio en el intercambio lingüístico/cultural que realizamos.
Y para cosmopolitas, dos jóvenes valencianos -por cierto, uno hijo de un diputado alicantino- que se marchan a la India en unas semanas para lanzar un proyecto emprendedor. En concreto, su objetivo, para el que ya tienen todo planificado y contabilizado, consiste en elaborar y distribuir cerveza en el extenso mercado indio, donde esta bebida comienza a popularizarse entre los jóvenes. Saben cuándo se van, pero no cuándo regresaran. Se marchan con la ilusión de quien está convencido de que tiene una buena idea y confía en sus posibilidades. Como otros muchos valencianos que se comen el mundo.
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