Susana Gisbert El
calendario es lo que tiene. El almanaque, y los centros comerciales y grandes
almacenes, marcan, como siempre, el ritmo de nuestras vidas. Aunque queramos
resistirnos.
Así que
llega Febrero, y poco a poco, los escaparates se van llenando de corazoncitos
en todas sus versiones y grados de cursilería, y las televisiones programan
casposas películas de almibarados argumentos. Estemos todos preparados para
recibir, por enésima vez, a Concha Velasco y compañía en aquellas películas de
otra época que, al menos, siempre hacen sonreír Y, cómo no, algún remake de
Karina en sus buenos tiempos disparando sus eternas flechas del amor.
A mí lo
bien cierto es que San Valentín siempre me pareció ajeno y bastante horterilla,
y tengo serios problemas para distinguirlo de Cupido. Ese pastiche de
angelotes, arco, flechas, corazoncitos y lazos me altera un poco el sentido de
la estética y, por qué no decirlo, el sentido común.
Pero,
confieso que, en el fondo, me acabo poniendo contenta si alguien tiene a bien
regalarme una de esas cajas de bombones con forma de corazón y una inmensa
cinta roja, o un pastelito rematado con un angelote de merengue. Cosas que,
por cierto, hace ya mucho tiempo que nadie se digna regalarme. Debe ser por eso
que le tengo un poco de manía al san Valentín de las narices.
Pero, me
guste o no, aquí está. Dando caña a los que están enamorados, luchando consigo
mismos entre sucumbir a lo convencional o acabar arrancando una sonrisa a su
pareja, por más que lo intente disimular. Y dando caña a quienes no lo están,
recordando que no están en esa élite de personas que quieren compartir su vida
con otra y que, incluso, lo consiguen.
Y es el
que el pobre San Valentín no tiene por qué ser malo. Ni siquiera tendría por
qué ser hortera, aunque es difícil desprender de ese tufo a pastelón de todo
lo que se relacione con el amor. Pero los humanos somos así, o al menos esto es
lo que parecen habernos enseñado muchos años de educación y lugares comunes. Y
no podemos evitar caer en el tópico de que los hombres no lloran, son duros, no
se emocionan, y sólo piensan en una cosa, que aún preside muchas tertulias
públicas y privadas.
Pero, en
estos tiempo de crisis y desasosiego, reseteemos a san Valentín. Aprovechemos
que aún queda mucha buena gente en el mundo, gente que pelea por su amor, sea
el que sea. Gente que aun tiene problemas porque su pareja ansiada no responde
a los cánones tradicionales, porque no le corresponde, o porque le corresponde
quien no desea que lo haga. Y, por qué no decirlo, gente que ve cómo su pareja
confunde el amor con la posesión.
Por todos
esos que, día a día celebran estar enamorados, rehabilitemos a Cupido. Y mejor,
si crece un poquito, se viste de una forma más decente, y deja en otro sitio
su arco y sus flechas. Y de paso, que modernice un poco su corte de pelo, que
los bucles dorados hace siglos que pasaron de moda… Una vez así, yo estoy
dispuesto a admitirlo. Para que nos hable del amor entre los seres humanos. De
lo poco que ni crisis ni recortes pueden llevarse. Y de lo poco que, si es
sincero, merece la pena…
Y, mientras tanto, si alguien
piensa en ello, aceptaré encantada el pastelito, pero tampoco haré ascos a un
buen jamón, o a un pedrusco. Por si acaso.
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