Susana Gisbert. /EPDANunca
he sido muy jugadora, pero siempre he jugado a la lotería de
Navidad. A regañadientes, con la hartura que supone acabar
acumulando papeletas de cuantía ínfima de las más diversas
entidades y propósitos, pero con un no sé qué que te obliga a
entrar en la rueda.
Ya
hace tiempo que sostengo que ese no sé qué no es la ilusión, o, al
menos, no la ilusión que nos describen en los almibarados anuncios
de la Lotería, a excepción de aquel espanto que compartían
Montserrat Caballé, Raphael y demás, que daba miedo más que otra
cosa.
Jugamos
porque no le toque al vecino y a nosotros no. Jugamos por no
quedarnos con cara de panolis mirando en la tele a esos vecinos con
el cava y la celebración mientras nos maldecimos por la papeleta que
no compramos. Jugamos por miedo a no tropezarnos con alguien que nos
diga eso de ¿pero tú no llevabas una participación? Y es obvio,
por nuestra cara, que no la llevábamos,
Seamos
realistas. Salvo que llevemos varios décimos de un mismo número, ni
siquiera el premio gordo nos va a solucionar la vida. Mucho menos si
lo que jugamos es una participación comprada para ayudar al viaje de
fin de curso de alguien, a una sociedad cultural, una comisión de
falla, el club de fútbol del hijo del vecino, o lo que sea. Pero
seguro que algún apaño nos hace. Al menos, el de no ser quien se
quedó sin su parte.
Pero
la lotería de Navidad tiene algo más. Ese algo más que consiste en
compartir con alguien a quien no ves tanto como quisieras. Desde hace
varios años, comparto décimos con un grupo pequeño de amigos y
amigas de diversas partes de España. Precisamente, el grupo estrechó
lazos a raíz de esa iniciativa, consistente en algo tan simple como
que cada uno compra un décimo en su ciudad que reparte con los demás
a partes iguales. Ahora el grupo es más pequeño y más consolidado,
y la lotería que un día reforzó nuestros lazos hoy solo es un
símbolo de esos lazos reforzados. Y que así siga siempre.
De
manera que un año más quiero tomarme toda esa parafernalia de la
lotería, con sus bolitas y sus niños y niñas de San Ildefonso,
como una celebración de la amistad. Porque ese sí es un premio que
toca siempre. Aunque no haya que olvidar jugarlo todo el año, que la
amistad hay que cuidarla. Siempre.
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