Susana Gisbert. /EPDAEsta
semana asistí a mi primera mascletá post pandemia, si se puede
decir así. Por fin volví a la Plaza del Ayuntamiento a oír tracas
y petardos, después de dos años. La última vez que lo había hecho
fue el 10 de marzo de 2020 y todavía no éramos conscientes de lo
que nos esperaba solo dos días más tarde. Ni tampoco de que no
serían días, sino años, para volver. Pero aquí estamos.
Confieso
que lloré. Lloré y no me avergüenzo. Es más, a poco que lo
recuerde, me vuelven a entrar ganas de llorar. Pero de alegría, de
emoción y hasta de alivio. Comentaba después con mi hija, que vino
conmigo, que hubo un momento que pensamos que escenas como estas no
se repetirían.
Hasta
2020 dimos por supuesto que nada podía alterar nuestras vidas. Cada
año, nuestro escenario habitual se vestía de peinetas, buñuelos,
pólvora y música en esa locura colectiva que son las Fallas. Lo
peor que podía suceder en Fallas era que lloviera, hasta el punto de
que era -no sé si seguirá siendo- una tradición llevar huevos al
Convento de Santa Clara para evitar las tormentas falleras.
Y,
de repente, todo se acabó en dos largos años, a excepción de ese
bienintencionado sucedáneo que fueron las fallas de septiembre que,
al menos, nos dieron esperanza, un bien precioso en tiempo de
pandemia. Y lluvia también, por cierto.
Cuando
parecía que volvían, Ómicron apareció para aguarnos la fiesta,
para aguarnos la vida. Se acercaba marzo y la amenaza de la enésima
ola se posaba sobre nuestras peinetas, encerradas todavía en sus
armarios.
Pero
volvieron. Ahora sí que sí. Se fueron anulando las medidas y, salvo
la mascarilla y la omnipresente prudencia, todo regresó, y parece
que con más ganas que nunca.
Por
eso el otro día me caían las lágrimas. Porque miraba al cielo y no
lo podía creer. Y aunque casi no lo creo, ya voy haciéndome a la
idea. Yo, y esas peinetas ansiosas por salir del armario y ver de
nuevo mundo. Trataré de no defraudarlas.
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