Susana Gisbert. /EPDA
En plena euforia olímpica, hay una palabra que se
repite constantemente, tanto en informativos, como en redes sociales y hasta en
tertulias de café. Todo el mundo, en algún momento, se interesa por cuántas
medallas hemos ganado, cuántas podemos ganar, y cuántas se nos han escapado
cada día.
Por unos días, el deporte no se reduce a fútbol y
los eventos deportivos no están relacionados con la liga de fútbol. Un oasis
que se agradece, la verdad.
Pero, además de esa desintoxicación de supremacía
futbolera, lo de los Juegos Olímpicos trae consigo unas consecuencias
destacables, más allá del deporte en sí.
Por un lado, cada año descubrimos deportes cuya
existencia ignorábamos, habíamos olvidado desde la Olimpíada anterior o que
compiten por vez primera. En cualquier caso, se trata de deportes que el resto
del año nos importan un pimiento, entre otras cosas porque a la prensa
deportiva también les importan un pimiento, y no les dedican tiempo. Así que se
convierten en un escaparate para que la gente descubra la existencia de estos
deportes, y los logros de deportistas que, pese a ser tan esforzados como el
que más, son tan desconocidos como el que menos. Y solo por eso valdría la
pena.
En segundo lugar, surge un fervor españolista -en el
buen sentido del término- que hace que se vacíen los bazares de banderas,
símbolos y hasta pinturas rojas y amarillas con las que decorarse la cara. Da
igual que se trate de judo, taekwondo, piragüismo o remo -en cualquier de sus
modalidades-, tiro olímpico, skate, gimnasia, boxeo, vóley playa, vela o hockey
o que nos encontremos ante disciplinas más conocidas como el tenis, futbol o
baloncesto. O, por supuesto, ante clásicos como el atletismo o la natación. Casi
sin quererlo, animamos a España seamos de donde seamos, y nos colocamos una bandera
española donde sea a pesar de que el resto del año pasamos de nuestro emblema
olímpicamente, nunca mejor dicho. Y eso tampoco está nada mal.
Aunque hay una tercera cosa que, aun formulada en
clave negativa, tiene mucho de positivo. Durante unos días de tregua, las
noticias son las justas. Se cuenta lo que pasa y poco más. No hay tiempo para
marear la perdiz, buscar serpientes de verano o dar pábulo a todológos de todo
pelaje capaces de hablar de lo divino y de lo humano. Y eso también se agradece.
La pena es que esa tregua informativa, esa sensación
de que se para el mundo sea solo eso, una sensación. Las guerras siguen
existiendo, las bombas siguen matando y las injusticias ahí siguen un día tras
otro, Porque ahí sí que no hay tregua. Por desgracia.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia