SUSANA GISBERT
Todos los años, cuando las campanadas ponen fin a un año y comienza otro, hay una costumbre inveterada, que sale en cada informativo del 1 de enero. Se celebra el nacimiento de las primeras criaturas del año. Sin embargo, nada se dice de las personas que nos dejaron, las primeras del año en irse de este mundo. Si así se hubiera hecho, probablemente una de ellas fuera una persona a la que quise mucho, mi tía Purita. Y de ella quería hablar hoy. De ella, y de todas esas mujeres generosas y fuertes pertenecientes a una generación a la que se lo pusieron muy difícil.
Mi tía ya había pasado los noventa, pero ya hace algún tiempo que no lo recordaba. Había, incluso, olvidado la lengua en la que se desenvolvió durante la mayoría de su vida adulta, el castellano, y había regresado a su lengua materna, a la lengua de su infancia, el valenciano. La crueldad de la enfermedad había ido barriendo sus recuerdos.
Pero no hay enfermedad que acabe con los míos, con los recuerdos que de ella atesoraré siempre. Porque ha sido de esas personas que marcan.
Una de las cosas que más le llaman la atención a la gente cuando hablo de ella, es que mi tía Purita no era, en realidad, mi tía. No compartíamos ADN ni parentesco político alguno, pero, siguiendo esa costumbre tan nuestra que convierte en familia los vínculos intensos, siempre fue mi tía, de la misma manera que su marido era mi tío y sus hijos mis primos. Todavía me acuerdo el disgusto que me llevé, siendo una niña, cuando alguien pretendía convencerme de que no era familia mía. Pero no lo logró entonces ni lo lograría ahora. Porque la familia también se elige.
Con ella han vuelto a mi memoria escenas de muchas Nochebuenas cantando villancicos, con su madre, a la que siempre llamamos la Señora Pepa, que rascaba con una cucharilla la botella de anís del Mono. He vuelto a verme pasando tardes de verano en la playa y tardes de invierno de mesita camilla. Recuerdo que fue la primera persona que vino a casa cuando supimos que había aprobado las oposiciones y trajo, primorosamente confeccionadas, unas puntillas de bolillos hechas con una sábana de la dote de su madre, otro clásico. Las tenía preparadas porque ella siempre confió en mis posibilidades más que yo misma. Y, por supuesto, las conservo para las grandes ocasiones.
Mi tía Purita fue siempre la prueba viviente de que para ser familia no hace falta compartir otra cosa que amor. El amor con el que guardaré siempre su recuerdo.
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